Adiós a Edgar Negret



El Nosferatu sagrado(fragmento)

Por Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio

Nació en Popayán, Colombia, en 1920. Escultor y pintor. Estudió en la Escuela de Bellas Artes de Cali. En 1963 participó en el XV Salón Nacional de Artistas y ganó el primer premio con su obra titulada Vigilante celeste. Sus series escultóricas más importantes son: Los navegantes, Los puentes, Acoplamientos, Templos, Columnas, Escaleras y Los Andes.
Negret, considerado uno de los escultores más renovadores de Colombia, fue galardonado en 1965 con la Medalla de Plata de la VIII Bienal de Arte, Sao Paulo, Brasil; en 1968 le fue otorgado el Gran Premio de Escultura, David Bright, en la Bienal de arte de Venecia, Italia; y en 1975 obtuvo la beca Guggenheim.
Como homenaje a los 80 años de nacimiento se realizó esta honda conversación donde el artista recapitula sus encuentros con Brancusi y Oteiza, los hallazgos más decisivos de su carrera creativa, y donde manifiesta ser el protagonista de un cuento de Borges.
Falleció en Bogotá el pasado 11 de octubre a los 92 años.


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Un árbol rojo, un navegante inclinado que se siente remar, un espejo de agua reflejando un eclipse, una inmensa metamorfosis que permanece en el Gran Parque de Seúl desde la inauguración de las Olimpíadas del 88, una escalera que no conduce de abajo hacia arriba sino hacia dentro, un gigante dios del maíz que cuida la entrada de la OEA en Washington, una serpiente emplumada de color verde y violeta, un vigilante celeste, una máscara que los aztecas o los incas harán en el futuro, un puente que semeja a un hombre conmovido, la simetría sagrada de la mariposa, un homenaje a José María Arguedas titulado: Todas las sangres, unos Andes de aluminio para el colosal monumento a Bolívar que se construye en Valencia (Venezuela), una noche de jaguares que evoca al fundamental escritor brasileño Joao Guimarães Rosa, una cascada donde el tiempo ha sido congelado, un arcoiris negro...
Sueño del metal, obras para ver a través de ellas, para viajar contemplando su infinito recomenzar, esculturas siempre en movimiento, que nos obligan a girar a su alrededor, que se abren y arquean inventando nuestra mirada. Símbolos y reliquias, saltos y vuelos que recrean misteriosamente la más alta poética del espacio. Colores que se desprenden y permanecen levitando. Tótems, fetiches, objetos que nos invitan a un desconocido ritual, dioses para el hombre que vendrá...
Esta fue la definitiva imagen que nos dejó la sucesión de conversaciones con uno de los grandes artistas de nuestro tiempo: el colombiano Edgar Negret. Al asistir puntuales a sus citas siempre convocadas a las diez de la mañana, recorríamos bajo un túnel de árboles el sendero hasta su puerta, seguros de que nos aguardaba en el umbral ese tierno Nosferatu que con su impecable elegancia y bajo un sombrero negro, lejos de extraernos la sangre nos invitaba con gran afecto a una taza de té con colaciones. Después, guiándonos por los meandros de su enorme casa nos ofrecía matices de sus hallazgos interiores con una timidez y una generosidad ejemplar, respondiendo a nuestras indagaciones con frases precisas, señalando alguna de sus esculturas, o desplegando una sonrisa que corroboraba su idea de que la dulzura es una de las formas de la sabiduría. Este fue nuestro encuentro.
Dejo estas piedras que no estaban antes en el mundo, dijo Oteiza; elemental y poética definición del trabajo humano —comenzó Negret—. Sin embargo no sólo de la estética vive el artista, sino de su relación con lo sagrado. El escultor rumano Brancusi tenía un templo subterráneo en la India con cuatro pájaros idénticos suspendidos; obra que me producía toda la envidia. Arte en su sentido original, con su connotación religiosa. Yo dejo esculturas de dioses que aún no han sido soñados o de deidades que debemos revivir. Dejo tótems sin templos, espacio reinventado, talismanes para el hombre que ya ha dejado de creer...
Oteiza y el poeta León Felipe vivieron en Popayán. ¿Fue importante la presencia de estos creadores cuando empezaba a definirse su orientación artística?
—La academia es la tiranía de las reglas inútiles, de los dogmas, de los cánones establecidos, de las formas que ya están muertas, y es durante esa época de repeticiones y ejercicios, durante ese tiempo en que estaba obsesionado con pintar el cuerpo humano cuando aparece el catalán Jorge de Oteiza dejándome su impronta. Me mostró un horizonte, me habló de otros caminos que desconocía, y en el momento en que su fuerza habría podido convertirme en su epígono, por fortuna se marchó. El verdadero maestro es el que nos enseña a enseñarnos, el que inquieta y perturba... Y cuando su fuerza es avasallante es una suerte que desaparezca. Me dejó una nueva visión y muchas brillantes reflexiones. Recuerdo que una vez dijo: «El arte es la forma más eficaz para apresar el misterio». Y en otra ocasión: «Si alguien ha realizado un descubrimiento debemos pensar qué sucedería si lo realizáramos al contrario». Hablaba del espacio en la forma, de la escultura que deja ver el otro lado, que tiene agujeros e intersticios que integran el espacio a su volumen, de la apertura... De la escultura como invención del espacio... Fue definitivo para mí... Mientras el encuentro con León Felipe fue distinto. Estuvo en Popayán dictando una conferencia y permaneció varios meses; acababa de traducir Canto a mí mismo y se creía la reencarnación española del gigante Walt Whitman.
¿Edgar Negret fue el primer artista colombiano que viajó a Nueva York y no a París en su búsqueda interior?
—Sí, en esta extraordinaria ciudad en 1949 fue la primera vez que vi originales de los grandes escultores que admiraba. Además gracias al riguroso reglamento contra incendios que existe en los Estados Unidos no pude instalar mi taller de fundición en el viejo edificio donde trabajaba y decidí acudir al aluminio, que es un material absolutamente contemporáneo y cotidiano, porque todo el mundo lo tiene en la cocina. Este metal tan humanizado por sus usos domésticos es también uno de los símbolos de nuestra civilización, utilizado en la construcción de las naves espaciales y en esa nueva brujería que son los adelantos científicos. Creo que por esta doble condición de elemento cotidiano y tecnológico decidí que fuera el insustituible vehículo de mi expresión. En Nueva York vi las propuestas más audaces de los artistas de la época y por primera vez un original de Calder. Un día entré a una importante galería a contemplar una de sus exposiciones y al salir me sentí como un recién nacido. Ya sabía por Henry Moore de un espacio encerrado en la forma, pero esos objetos móviles, suspendidos y girando como pájaros me dejaron deslumbrado. Sentí que caminaba dentro de un bosque, que Calder había cautivado el espíritu del vuelo, del viento, del movimiento de los árboles... Es muy extraño que en Nueva York hubiera conocido la selva, y no por un artista tropical sino gracias a Calder.
¿A cuáles creadores conoció después personalmente en París?
—Yo llegué a esa descolorida ciudad preocupado porque se podía morir Brancusi antes de que pudiera conocerlo; por suerte era Andrés Holguín nuestro Agregado Cultural y pudo comprender mi inquietud. La cita fue fácil de conseguir y me encontré frente a ese tierno campesino rumano que se tomaba la barba mientras hablaba, que trabajaba sus esculturas con tanto rigor y tanta fuerza, imponiendo una actitud que me hacía pensar que si esa obra no existía podría desaparecer el planeta.
¿Luego regresó a España y sucedió su descubrimiento de Gaudí?
—Sí... En Madrid trabajé un año con Oteiza, conocí a Antonio Saura y a su hermano Carlos (que en ese momento no era el famoso director de cine sino un destacado fotógrafo), e hicimos una importante exposición abstracta llamada Tendencias. Luego expuse en el Museo de Arte Contemporáneo. En París exhibimos en el Teatro Babylonne. El escándalo estaba de moda y las nuevas búsquedas artísticas generaban críticas, rechazos ruidosos, respaldos entusiastas e incluso alaridos. En esa época al pasar por Barcelona descubrí a Gaudí e inmediatamente cancelé mi viaje de regreso. Se decía con ironía que este maravilloso artista construía casas y apartamentos donde nadie podía vivir, sillas donde era imposible sentarse, columnas que repetían infatigablemente formas. Y contemplando su obra encontré soluciones para mis problemas artísticos. La repetición en Gaudí es movimiento, ritmo, y además siempre contiene una fuerza religiosa... No es extraño que su gran obra, aún inconclusa, sea La sagrada familia.
La arquitectura es música congelada dijo Shopenhauer...
—En Gaudí eso es muy evidente. Música, canción convertida en piedra, en materia, en paredes, en chimeneas. Con Gaudí comprendí a profundidad el problema del movimiento que hay en lo estático y el concepto del rito. Mis obras que surgieron de esta revelación pudieron alcanzar un movimiento interior y por eso frente a mis Calendarios se pueden percibir los giros de mi escultura, o frente a mis Navegantes apreciar que esa inclinación es la del hombre sobre el navío, y si alguien accede a mi estética se sentirá la oscilación del mar. Siempre he insistido en la simetría por ser repetición, movimiento circular, infinito, y por su carácter sagrado. Yo tengo una mariposa en una caja de cristal —que es un símbolo de lo simétrico— construida con otras mariposas, es increíble, la simetría llevada al delirio.
¿Así como en Nueva York descubrió la selva amazónica, es paradójicamente en Europa donde encuentra la fuerza del color y no aquí en nuestra exuberancia tropical?
—En París fue horrible la falta de color que inconscientemente me hacía soñar con matices que quedaran suspendidos. El color apareció por primera vez en Mallorca. Yo iba al puerto con frecuencia y mi permanente sorpresa eran los barcos que cambiaban de color, que hablaban de desplazamientos. Eran sus matices enfrentados a los colores de un mar siempre cambiante en su cromatismo. Apreciaba las formas del viaje contemplando los navíos en el puerto. Un día eran blancos, al otro aparecían con rayas de colores y esta imagen me traía el recuerdo de mi descubrimiento de Calder en Nueva York. Los colores se van y vuelven, cesan y se despiertan, siempre hay una memoria evocativa. Entonces a partir de estas reflexiones realicé Señal para un acuario y Construcción acústica en 1953.
Lo simétrico y lo circular como en el caso del yin yang o de la salamandra muchas veces han sido exploraciones de lo sagrado, ¿cuándo surge en su obra esa preocupación por integrar un concepto religioso?
—Recuerdo como algo maravilloso las visitas con mi madre al Templo del Carmen en Popayán. El olor, los cantos, las repeticiones de las letanías, me trasladaban a otros mundos... Me extraviaba en el aroma del incienso, las oraciones, el orden preciso del ritual... Luego cuando llegué a Francia y fui a Chartres descubrí y relacioné el mundo medieval. Al llegar vi entre unos trigales fabulosos esa iglesia apabullante y más tarde cansados por el viaje fuimos a dormir. A las tres de la mañana sonó un badajazo y me desperté aterrorizado. Para mí eso era incomprensible. El dios de mis padres era más humano, más elemental, era un simple Corazón de Jesús. Allí comprendí al terrible Jehová que en el Antiguo Testamento vociferando decidía que una ciudad debía ser arrasada por el fuego. Luego nos metimos a esa boca de lobo y empezó esa sensación tremenda, y demasiados recuerdos se me vinieron encima. Todo se me cruzaba. El libro de Maiacovsky que se refiere a una película que impresionó tanto a los espectadores que gritaban y lloraban porque el final del mundo estaba próximo. La imagen de Da Vinci haciendo un dibujo de Savonarola. Yo recordaba todo eso mientras en el amanecer había cantos profundos. Recordé los jardines donde los turcos encontraban la muerte. Todo se congregaba allí. Estaba ese dios terrible de un lado y del otro la inteligencia. Es muy difícil de explicar...
Para los creyentes la religión puede atenuar el dolor y ser una respuesta a la muerte, pero en algunas culturas el arte cumple un papel religioso y curativo, por ejemplo la música que cantan los chamanes amazónicos para aliviar al enfermo, y usted refiere el caso de la pintura en las ceremonias de los indios Navajo...
—Cuando regresé a Estados Unidos gané una Beca de la Unesco que me permitió estar en 1960 en el centro de esa cultura. Fue algo extraordinario, nadie entendía que yo escogiera la opción de vivir entre una comunidad indígena. Pero nadie conocía tampoco la alta sabiduría de los Navajo, su manejo de la pintura para aliviar el dolor, su comunicación con los dioses a través de líneas trazadas en la arena, las maravillosas obras que plasmaban para que de inmediato fueran borradas por la danza. Durante nueve noches bajo la luna trazaban distintos dibujos que eran destruidos de inmediato. Si la última línea no iba en la dirección indicada no se cumplía el milagro. Todo para ellos tenía un significado profundo y era la celebración de los dioses y de la vida en una sorprendente comunión con la naturaleza. Percibí entre ellos demasiadas señales que fueron definitivas en mi obra. Era extraordinario saber que en una desconocida parte del planeta la pintura podía mitigar las penas y curar al hombre de las enfermedades
A su admiración por escritores como Rulfo, Arguedas, Guimarães Rosa, se agrega la de Borges a quien conoció personalmente...
—Fue una tarde en Bogotá. Yo subía por la Universidad de los Andes y me encontré a Tito de Zubiría. Me dijo que si no iba a escuchar al gran poeta. «¿A quién?», le pregunté. «A Borges»,respondió. Entonces prometí llegar en media hora. Cuando arribé ya no había espacio. Me senté con Marta Traba en las escaleras y luego del extraordinario recital, ella me guió hacia él tomándome el brazo y le dijo: «Maestro, le presento a Edgar Negret, un escultor nuestro, profesor de la Universidad de los Andes». Borges en su maravillosa ceguera cruzó conmigo unas pocas palabras y me preguntó: «¿De dónde es usted?» Le respondí: «De Popayán». Años después apareció su cuento «Ulrika» y mi sorpresa fue mayúscula. Yo era su Javier Otárola, de Popayán, el profesor de la Universidad de los Andes. Nuestro mínimo encuentro le sirvió para dibujar al personaje de su historia. Todavía hoy, con trescientos años que creo tener encima, no sé cómo pudo Borges guardar en la memoria aquella tarde, cuyo resultado aún me llena de vanidad. (...)