Augusto Rivera: Entre tradición y modernidad


Por Carlos Fajardo Fajardo

Hace 30 años (en 1982), murió el pintor colombiano Augusto Rivera Garcés.
El poeta Carlos Fajardo hace una reflexión sobre su importante obra


Augusto Rivera
Foto Fernando Guinard


I.

          Creo  que la pintura, como la poesía, se inicia en el deseo de relatar la forma
de algo que lo mismo puede ser un poema, una manzana o un cuento.
Augusto Rivera


La presencia de Augusto Rivera Garcés en las artes plásticas colombianas, dialoga con aquella trascendental época de rupturas, búsquedas y experimentaciones que estremeció al espíritu hispano católico y conservador, reinante en el país desde el período de la Regeneración hasta bien entrado el siglo XX. Como respuesta a las concepciones anti-vanguardistas, los artistas de las décadas del cincuenta y del sesenta crearon obras de confrontación y de propuesta, las cuales gestaron un tímido y temido encuentro con el espíritu de la modernidad estética. Claro, dicha modernidad siempre había sido ignorada y excluida de los escenarios de la cultura y de la política colombiana. Sólo a cuenta gotas las luchas por la autonomía y la secularización del arte nos fue llegando, por lo que todavía hoy se  siente la carencia de una verdadera integración e instalación del proyecto moderno entre nosotros.
De ahí que, las  décadas del cincuenta y del sesenta, años en los cuales despunta con grandes bríos modernos la plástica nacional, manifiesten una hibridación ambigua, pues se mueven entre una premodernidad todavía vigente y útil para ciertas mentalidades de la sociedad, una modernización industrial técnico- científica impuesta desde arriba e incipiente, y una modernidad política y cultural a medias, sólo defendida por las mentalidades más democráticas y progresistas del momento.
Colombia entonces se presentaba como un país de no gratos conflictos y desgarramientos. La Violencia partidista había dejado su marca en las sensibilidades de la época, lo cual será de doloroso registro en algunas de nuestras obras artísticas de mayor trascendencia; a su vez, la Violencia, y el eminente peligro de una revolución socialista y comunista, facilitaron las cosas para que liberales y conservadores crearan el Frente Nacional (1958-1974), uno de los pactos políticos más desastrosos para el proyecto moderno democrático en el país. Durante 16 años, los dos partidos oficialistas, liderados por el liberal Alberto Lleras Camargo y el conservador Laureano Gómez, se repartieron el poder de forma consecutiva, lo que generó una estructura política de dictaduras civiles sistemáticas. Ello condujo al desconocimiento de diversas organizaciones de oposición, cerrándoles las posibilidades de acceder al poder por la vía democrática. Las consecuencias desastrosas de esta continuidad partidista se verán en la creación de grupos guerrilleros de izquierda, como única posibilidad para llegar al poder, y en la conformación, en las clases populares y medias, de carteles del narcotráfico hacia finales del siglo XX.
Si existe una generación que merezca un reconocimiento por su lucidez, valentía y compromiso poético-político éste ha de  ser para la se agrupó bajo la revista Mito, fundada por Jorge Gaitán Durán en 1955. Mitopuso en tela de juicio algunos de los paradigmas de una sociedad basada, todavía a mediados del XX, en una concepción señorial de hacienda; abrió exclusas hacia la cultura, el arte y la poesía mundiales. Los artistas, intelectuales y políticos agrupados en torno a Mito, dialogaron con la cultura moderna, sacudieron las esferas tradicionales a través de un trabajo artístico e intelectual pluralista, cosmopolita y riguroso. Las palabras se pusieron en situación activa, y una pulsión crítica-creativa fue impregnando a los artistas del país, generando una atmósfera de apertura, libertad y diversidad expresiva.
Con Mito se comenzó a vivir una transformación ética y estética con presupuestos modernos, proceso que con muy pocas excepciones  se había asumido en Colombia. Esta pasión por la reflexión, y la necesidad de modernizar un estado nacional que sufría la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, hizo posible que se conocieran autores de tan entrañable permanencia e influencia en la  cultura posterior. Ello obedecía al criterio universal y colombiano que inspiraba a sus creadores. Mito no sólo unió a intelectuales, poetas, científicos sociales, políticos, sino a varios artistas de la plástica, entre ellos Edgar Negret, Alejandro Obregón, Guillermo Wiedemann, Eduardo Ramírez Villamizar, Rogelio Salmona. Mito fue, pues, una empresa difícil y ardua de unos pocos intelectuales con un ethos y un pathosmodernos, frente a los problemas de su tiempo; intentó limpiar la herencia de la Arcadia neo-ateniense e hispano-católica que desde la época de la Regeneración había persistido en Colombia.
 A finales del siglo XIX, las mentalidades de la República Conservadora habían cerrado con fuerza las puertas a las vanguardias artísticas, lo que produjo un atraso de años respecto a otros países latinoamericanos. De ahí que sólo pudimos escuchar los ecos de la modernidad vanguardista. Sólo en las décadas del cincuenta y del sesenta las concepciones del arte moderno comenzaron a tomar fuerza en Colombia.  Así, la inauguración de Museos de Arte Modernos y Contemporáneos ( del Museo La Tertulia de Cali en 1956, de la Sala de Exposiciones de la Biblioteca Luís Ángel Arango en Bogotá, 1957; del Museo de Arte Moderno de Bogotá en 1962), de galerías (la Galería El Callejón y la Galería Buchholz en 1951, la Galería El Caballito en 1956, entre otras); la profesionalización de expertos y críticos, los cuales fueron introduciendo al público en la comprensión del arte moderno y contemporáneo ( recuérdese a Marta Traba y a intelectuales y poetas como Luis Vidales, Jorge Gaitán Durán, Andrés Holguín, Fernando Arbeláez, Bernardo Restrepo Maya, algunos de ellos publicados en la Revista Mito), y la apertura hacia el mercado del arte, paralelo al proceso de urbanización y modernización de la radio, la prensa y la televisión, contribuyeron para que en Colombia se comenzaran a formar sensibilidades familiarizadas con las conquistas de los espíritus modernos, a la vez que enriquecieron las miradas, motivando a  los creadores a arriesgarse con explosivas propuestas.
La década del cincuenta vio, entonces, florecer una generación de artistas cuyas indagaciones transitaban por el abstraccionismo y la figuración expresionista. La autonomía del arte ganaba terreno. Las exploraciones de las vanguardias europeas y latinoamericanas de principios del siglo XX, se reactivaban y se recomponían en las artes plásticas colombianas. Artistas como Eduardo Ramírez Villamizar, Edgar Negret, Guillermo Wiedemann, Armando Villegas, Judith Márquez, María Teresa Negreiros, Omar Rayo, Juan Antonio Roda, Manuel Hernández, Carlos Rojas, entre otros, tomaron el camino de la abstracción. De forma paralela, Alipio Jaramillo, Alejando Obregón, Lucy Tejada, Fernando Botero, Carlos Granada, Darío Jiménez, Norman Mejía, Enrique Grau, se embarcaron en las exploraciones de la figuración, asumiendo muchos de ellos el  expresionismo.
Fluctuando entre el abstraccionismo lírico y el expresionismo figurativo, se encuentra el maestro Augusto Rivera (1922-1882). Después de una temporada de casi ocho años en Chile, donde estudió pintura en Viña del Mar y en Santiago, Rivera regresa a Colombia a mediados de los años cincuenta. Por esa época, la confrontación entre los pintores neocostumbristas (nacionalistas académicos) y los abstraccionistas se hizo patética. Los primeros criticaban a los segundos por ignorar el compromiso del artista con la “realidad”, y el imperdonable alejamiento de la noción de naturaleza, como de los cánones mimésicos clásicos. De esta manera, se impugnaba la apuesta estética de los abstractos por no representar de facto los problemas de una cultura colombiana en crisis y confrontación violenta. Sin embargo, una de las conquistas de las representaciones abstractas fue la de poner a dialogar el arte colombiano con las tendencias mundiales, sacarlo del provincianismo señorial, instalarlo en el debate artístico internacional. Su apuesta fue valiente, su desafío inmenso en una Colombia que se arrullaba todavía con las leyendas de La Regeneración decimonónica. La no figuración creó entonces una atmósfera propicia para emprender búsquedas libertarias de expresión pictórica, desmontar caducas lógicas, descubrir las posibilidades de la autonomía del arte.
Por su parte, las representaciones figurativas expresionistas se vincularon, inicialmente, a un arte de confrontación y denuncia con intenciones narrativas. Los acontecimientos de La Violencia partidista se infiltraron en las telas, enviando a la pintura hacia la anécdota y el relato político. Sin embargo, en no pocas ocasiones, algunos artistas superaron esta dependencia, edificando  con un lenguaje sugerente, evocativo y metafórico, las visiones de lo real. Una buena dosis de imaginación poética es la que se observa en cuadros como La Violencia (1962), de Alejandro Obregón, o en la lírica embriagante de Darío Jiménez (1919-1980), en el primer Fernando Botero, en la teatralidad decorativa de Enrique Grau y, por supuesto, en la explosiva y contenida poética de Augusto Rivera.
Embarcados en crear una iconografía tan propia como universal, los abstraccionistas y los figurativos ayudaron a construir la imagen del artista libertario, secular, independiente, crítico y autocrítico, cosmopolita, aceptando la pérdida del aura tradicional en el arte, asumiendo el tránsito de un mundo cerrado a uno plural, abierto, con proyectos ciudadanos emancipadores, expansivos, renovadores, vanguardistas. Dicho modelo de artista se fue gestando en medio de las tormentas de una violencia institucional, de un pacto social antidemocrático frente-nacionalista, en torno a una tradición moralista, maniquea, agraria, seudo-urbana y semi-industrial, junto a las diversas utopías libertarias de la Revista Mito, del grupo Nadaísta y de los intelectuales de izquierda.

II.

Augusto Rivera Garcés (Bolívar, Cauca, 1922 – Bogotá 1982), va a cifrar en su exquisita obra estas confrontaciones. Su obra asimila e integra tanto la abstracción como lo figurativo. Obra compulsiva, explosiva, visceral, donde la poesía se constituye en un continuum esencial para la edificación de su estética. Obra raíz y nube, tubérculo que dialoga, desde el fondo de lo autóctono popular, con el viento de  lo universal. De allí sus demonios y fantasmas de familia, de pueblo, la presencia de personajes míticos de su Bolívar natal, la  fuerza y delicadeza expresiva de su belleza terrible y su terrible belleza.
Rivera nos ata, con ferocidad y ternura, a perpetuas convulsiones, a nacimientos y apocalipsis, con texturas, formas, líneas, colores que muestran un voraz sincretismo comunitario. Entonces, un proceso de hibridaciones míticas y reales, religiosas y paganas en esta obra se establecen. Oigamos al maestro: “Entendí a Vulcano cuando vi a don Eleuterio forjar herramientas, herraduras, etc. No porque humanizara al dios, sino porque remití al herrero a la zona mitológica que ahora trato de pintar. Y no se crea que la cultura clásica de mi pueblo era cualquier lagaña (los académicos dicen legaña-pero la palabra no me gusta). Había un señor llamado Sabino y sus hijas sabinas; y, todas fueron raptadas”.
De manera que, para Rivera, el mito florece y se conserva en los rituales de estas culturas de frontera. Por lo tanto, expresa simbologías irónicas, sarcásticas, carnavalescas, donde la historia y la leyenda, lo político y la imaginación excitada se unen en una fragmentada totalidad. Al fondo, siendo protagonista principal, palpita Bolívar, su pueblo, sosteniendo en los hombros toda la complejidad de este acontecimiento.
Gracias al estudio de la simbología precolombina, a la indagación de los mitos y leyendas populares, a la asimilación de las más grandes conquistas de la pintura occidental, y al arrojo en las propuestas renovadoras del arte vanguardista del siglo XX, Rivera edificó una obra que linda con lo real maravilloso o barroquismo americano tal como lo definió Alejo Carpentier. Es aquí donde se encuentra su extraña y lúdica conquista, el dinamismo efusivo de sus signos, con figuras caprichosas, ora grotescas, ora oníricas y eróticas, luego extravagantes. Poblar la tela como poblando el mundo, conjugando lo sencillo con lo complejo, el equilibrio con la desmesura, los límites con el caos.
Este control de las formas, junto a la exuberancia de las mismas, erige los ritmos secretos de una pintura que se nos muestra grave y leve a la vez. No cabe duda que el artista ha fusionado – intenso y genial- las representaciones clásicas con el mejor expresionismo del XIX y el XX, y las búsquedas de una expresión americana, emprendida por nuestros más altos artífices.
En esta cartografía vibran figuras fantasmales, carnales, de pesadilla, abstractas. Pero es la poesía la que llena la composición y los planos pictóricos, la que crea atmósferas mágicas. En verdad, es una poesía expresada  en dibujo y pintura, vuelta imagen. Entonces no es gratuito que, por esta permanente relación con lo poético, Rivera se haya entregado, pleno de pasión, a ilustrar libros de narrativa y poesía entre los cuales se encuentran el poema Yurupary, la novela La Vorágine, poemas de Jorge Gaitán Durán y Eduardo Cote Lamus, el poemario Pasa El viento de Matilde Espinoza.
En 1980, estando de estudiante en la Universidad del Cauca de Popayán, tuve un emocionado contacto con la obra de Rivera. Habíamos fundado el taller de escritores La Rueda. El maestro, con inmensa generosidad, realizó las ilustraciones para el tercer número de la revista publicado ese mismo año. Desde entonces lo admiré y me enamoré de su obra. Los integrantes de ese legendario grupo, llevaremos tatuado siempre este sentido recuerdo.
Marta Traba había dicho: “La pintura para él, es un problema vasto y complejo. (…) Debe vincularse de una manera sincera, elemental, con las tradiciones indígenas, pero traducir esa vinculación por una simbología densa, crítica, resultado de reflexiones arduas, de complicados procesos intelectuales”.
Reflexiones arduas son a las que nos lanza su maravilloso arte. Por su lucidez imaginativa y sus desafíos formales, Rivera es ahora un canon de obligado estudio en la pintura colombiana. Más allá de merecidos homenajes, su trascendencia está garantizada; pero sirva el que aquí se le realiza para que, con su irónica grandeza, él se levante a desafiar pleno de gozo, los miedos y fantasmas que por siempre nos habitan.