El atajo (fragmento)


Primera Mención Bienal de Novela Corta de la U. Javeriana


Mery Yolanda Sánchez

En la sala de espera algunos afrodescendientes van a Guapi Cauca. Dos señores de caras duras: ¿Para dónde va?, ¿Por qué va a la región? Dicen que hace poco salió el alcalde de El Charco en un servicio de aerotaxis. Primer error de la ruta: no era necesario entrar por el departamento del Cauca.
Al pasar los controles, una mujer de seguridad encuentra mi cámara: tómeme una foto. Señorita, la cámara no tiene pilas. No sabía tomar fotos, la había comprado el día anterior y llevaba las instrucciones.
A bordo se nos informa de una revisión técnica. Quince minutos después despegamos. El avión de veinticinco pasajeros produce el ruido de un tractor. Las miradas se encuentran en los vacíos. Extraños cada cual en su propia oración. Vamos en un pájaro pequeño. Practico algo que había escuchado años atrás: los niños no tienen preocupaciones, por eso en los accidentes se salvan, sus cuerpos se acomodan al espacio que los recibe. Debía aferrarme a esta teoría como a una norma de vida. Relajarme no sólo en los desplazamientos sino en cualquier circunstancia. Me pego al asiento con la única luz de mis ojos: la esperanza que invento.
Guapi, aterrizaje sin contratiempo. A muchos los esperan. Otros hacen fila para ser espulgados. Siento un susurro de dudas a mi lado. Algunos hombres están armados. En sus expresiones esconden algo, buscan el miedo de los recién llegados. El mundo empieza a ser una tela que se hunde en el fondo de una hoguera. Tomo un campero que va al puerto.  
Varias personas hacen círculo a mi alrededor y de nuevo las preguntas, la mirada que intimida: hoy no saldrá transporte para El Charco. Un joven muestra sus ojos de odio y no entiendo por qué. Voy a una tienda, pido desayuno. El joven se ubica al otro lado de la calle sin dejar de mirarme. Después entra y se sienta con un policía, hablan. Pago y le pregunto al muchacho si me puede ayudar con el morral. Me deja en el muelle y se aleja, en seguida se acomoda en un montículo de tierra, insiste en no perderme de sus ojos. Varios hombres se organizan en contubernio. Mi pensamiento en la profundidad del agua. Reconozco los hombres del interrogatorio en Palmira, ahora beben whisky y en tono áspero gritan que pronto viene el correo.

Más que objetos personales mi equipaje son materiales para los encuentros con la comunidad. Catálogos pesados y sin póliza de seguro, para cuidar más que mi crema dental en baño ajeno. Llevo el contrapeso a la fatalidad, quizás un tanto de pan para el equilibrio.

Es mediodía. Se vislumbra una embarcación, los hombres ahora ríen y dicen que es el correo. Los de la parte alta: ¡tiene que irse! Y les contesto que sí. Sí, es la lancha del correo. Su conductor baja, entrega unos paquetes y conversa en secreto con los hombres que siguen mi ruta desde el Valle del Cauca. Trato de negociar el valor del transporte. Con rabia, los del whisky en coro: ¡súbase, váyase! Y sus gritos me lanzan a la lancha.
Hemos recorrido diez minutos y pasa el transporte público. No digo nada. En ese momento un rencor podría incomodar al lanchero. Disfruto la naturaleza. El señor que ahora tiene mi vida en sus manos, va inquieto, rápido. Huele mi miedo.
Estamos en altamar. La lancha salta por el paso de las pirañas. Sus ocupantes con trajes camuflados, muñecos articulados, pequeñitos; reacomodan los cañones. Muerdo la prótesis, si no la llevara mis dientes habrían caído. Este molesto pedazo de plástico no dejó escapar el miedo por mi boca.
A lo lejos un pueblito, el lanchero dice que es Santa Bárbara –Iscuandé,  por la ruta que vamos no podemos llegar a su puerto, está custodiado por los hombres Infantes de la Marina.

       Primero nos miran, luego apuntan y se van contra nosotros. Las olas nos elevan, nos tiran de los vestidos. Adentro tomarán las coordenadas, guardarán en sus equipos de cómputo la copia de un rostro con las mandíbulas trabadas. Cierro los ojos y espero caer. No encuentro mis pies en el piso de lata. El corazón se queda arriba, en la ola. No debo mirar atrás, pueden abrir la ventana de sus vientres y comernos. Cruzan por el otro lado. El lanchero es más rápido y por el momento no se escuchó una orden o una sirena. Sólo husmean.

* * *
Con ansiedad atravieso El Charco. Cada paso es andar en agua caliente, saludo y nadie contesta. Sus rostros se mueven al compás de mis acciones. Hay viejos con torsos desnudos y vuelvo a papá. Y en las mujeres está mamá, freno el pedal de su costura. Era un misterio que ella pudiera mover una rueda con sus pies, para sacar los trajes que se lucían en celebraciones especiales. Un ligero dolor en la garganta. Nada se mueve y quienes caminan lo hacen con tal cansancio que es fácil medir su motricidad. Sí, es otra la velocidad, otro el sentido de la quietud.
Extrañé el vaso de agua, mi familia y mis amigos. Ese tinto al ser acogidos en el goce de una conversación.
Busco al alcalde. Aparece un señor grande cuidado por dos que llevan ametralladoras. Evitó recibirme en su despacho. Se mostró molesto por mi visita y exigió que las capacitaciones no fueran en San Andrés deTumaco. Aclara que los  municipios del litoral deben tener una atención especial e independiente. Miro a sus acompañantes y aparece un tic en mi ojo izquierdo. Jamás había tenido tan cerca personas armadas. Luego de la intervención del funcionario, quien sustentó de manera reiterada la pobreza de la zona, llamaron a sus amigos para conformar el comité de lectura.
Al encuentro llegó una monja que nadie vio ni escuchó. Estaba tan enredada con Dios que no entendió nada. Tomó nota y revisó mi presentación. Pedí otra reunión, con maestros, con jóvenes, pero fue imposible. Empezaba a vivir en permanentes actos fallidos.

El puerto se convierte en un patio para jugar. La embarcación se mueve y yo en su vaivén. Papá salta entre los peces muertos. Ahora se hunde, muestra las puntas de sus dedos. Flota su camisa aún con el cuello almidonado. Al otro lado el señor A juega en el trapecio, ¡no! alguien lo cuelga hasta sacarle la lengua.