El más bello río que pasa por mi aldea



Por Carlos Fajardo Fajardo*
La presente columna de Fajardo sobre la bella Lisboa, aquella ciudad donde los escritores asisten al rito de beber con la estatua de Pessoa, complementa este dionisiaco número de Con-Fabulación.

Entré a Lisboa bajo una lluvia matutina de principios de marzo. Caminé despacio saboreando su aire melancólico, viendo las calles tan amadas por Fernando Pessoa y desde las colinas detallé sus coloridas casas, la ciudad cercada por el Tajo silencioso. Entré a esos barrios que llenan de maravilla el espacio, de edificios decorados con cerámica en altos ventanales. Bajé hasta el Chiado, cargué también la estatua de Pessoa con todos sus heterónimos como la cargó en su tiempo el poeta Eugenio Montejo, pesada como un yunque, ceremoniosa como un tótem.
No, no quiero nada. Ya dije que no quiero nada… No se prendan del brazo, no me gusta que se prendan del brazo. Quiero estar solo”, murmuraba por estas Ruas Fernando Pessoa, aferrado a sí mismo, paseando su tristeza, abstraído en la desesperación del siglo.
Me lo imaginé caminando hacia las tabaquerías, viendo al fondo el Tajo luminoso, descubriendo la espantosa realidad de las cosas y recitando su monólogo de solitario:¡No me vengan con conclusiones! La única conclusión es morir. No me traigan estéticas. ¡No me hablen de moral! ¡No me muestren sistemas completos, ni me enumeren conquistas de las ciencias (¡De las ciencias, Dios mío, de las ciencias!), de las ciencias, de las artes, de la civilización moderna!...”.
Lo vi en sueños ir por el Barrio Alto, embutido en su gabán y con pasos lentos esfumarse por la Rua Garret de esta Lisboa tan vieja como el mundo. Desde esos lugares que vigilan la ciudad, lo vi encaminarse al restaurante Martinho da Arcada donde se embriagó, comió, escribió y alivió su total desasosiego. Desde allí muchas tardes observó el Tajo junto a su copa de vino sintiendo una cálida tristeza.
Cómo no tomar una cerveza Sagres en cualquiera de las cafeterías de barrio, meditando sobre esa imagen del poeta de Lisboa, diciéndome: “Si te quieres matar ¿por qué no te matas? ¡Ah, aprovecha la ocasión!”.
Entonces seguí mi camino. Casas de estilo neoclásico, neomanuelino salían a mi encuentro. El fabuloso Alfama se erguía con sus callejuelas medievales, sus empinados laberintos, señoras fisgoneando en la puerta de casa, el barbero y el bar de la esquina divisando el río. Toda una aldea en las colinas de Lisboa, una ciudad más secreta y popular con sus fados y saudades de inquietante desgarramiento, y en la noche las conversaciones furtivas de los viejos.
Sí, viví aquella Lisboa plena y rebosante de poesía, leyenda y de milagros. Vagué por la Rua Garret, por la de Carmo, La Rua Augusta,calles atestadas de inmigrantes y turistas  Pasé por el Caixo, fui hasta Belén y me detuve ante su blanca y exuberante torre rodeada de ese río lleno de fados y nostalgias.
En la tarde de un invierno moribundo, viví una Lisboa envuelta en la luminosidad de sus sombras; viajé en sus insólitos tranvías a través de la tímida niebla, dejando tras de sí un bello misterio, rieles abandonados en altas colinas. Allí me entretuve pensando un poco en los barrios de mi infancia, en todos aquellos que danzan con furia bajo mi tierra de sol. De pronto entendí la dimensión de esta ciudad en la que había vivido Pessoa lleno de lucidez, soledad y recogimiento.
Entré y morí en Lisboa. Desde entonces va siempre conmigo. Quizá me esté esperando para beber una copa de Oporto en cualquiera de sus esquinas, leyendo en secreto poemas que nadie escuchará y recitando: ¡Oh cielo azul -el mismo de mi infancia- eterna verdad, vacía y perfecta! Oh, suave Tajo, ancestral y mudo, pequeña verdad donde el cielo se refleja”.
Entré a Lisboa lo sé, pero aún sigo buscándola.

*Poeta y ensayista colombiano