Entrevista con Guido Tamayo



Una conversación entre el poeta Antonio Correa Losada y Guido Tamayo, autor del Inquilino, obra ganadora del Premio de Novela Breve de la Universidad  Javeriana de Bogotá, publicada por Mondadori en 2011.

La novela contemporánea parece estar destinada a fundar, a reconocer, a identificar ciudades. Y El Inquilino no es la excepción. Aparece allí una Barcelona íntima y transitada, a ratos fantasmal mirada desde el ángulo especial de quien la vive como el que pasa un puente aferrado a una soga.
No es la Barcelona del sol y el esplendor, donde todos “ríen y son felices así, sin más. Sin motivos distintos al sol, la playa, el sexo y el alcohol”. Uno de sus habitantes, Manuel, parece estar incapacitado para soportar cualquier verano, pues, “su mente, tan atenta al delirio, tropieza con el calor de la misma manera que lo haría una figura de cera”. ¿Podemos hablar, entonces, de la transformación que sufren por ejemplo esos seres andinos que se van a Europa en busca de una quimera que puede llamarse indistintamente triunfo, dinero, donde “miles de mujeres y hombres follan mientras él está solo. O lloran para adentro”? 
G.T: El periplo de la novela va de la vida a la muerte. Manuel es un hombre agonizante que morirá en Barcelona, solo y sin éxito literario. No obstante, para mí, también es un triunfador, un ser que ha logrado hacerse literatura así el mundo no se percate de ello. Afuera de su habitación pasa el mundo ignorándolo, pero quizá eso no importe.

La novela habla de calles donde se encuentran “cuatro putas, seis gatos, dos borrachos, y cuatro turistas despistados”. Una Barcelona que ya no existe o del ritual alquímico con la absenta, el licor que para el bebedor se convierte en un acto de magia: “Colocar el tenedor sobre la parte superior del vaso como un puente que une sus orillas. Sobre él el cubito de azúcar y un chorrito de agua que pausadamente lo va diluyendo y que al caer sobre el resto del líquido pinta de verde brillante lo que antes era apenas blanco”.    
Lo único sólido que aparece en la cotidianidad del personaje es la puerta de madera del apartamento, ese espacio cuya principal característica es la estrechez. Al lado un fantasma que aparece y desaparece: la mujer que está seca para el amor. Todo lo demás es frío, humo, una pipeta de gas y otra de oxígeno. Manuel, se pregunta si valdría la pena vivir todas esas limitaciones por algo que se ha convertido en un acto descarnado. Me llama la atención que en ese mundo desolado subyace una heroicidad frustrada, pero heroicidad al fin, o mejor un espíritu de abnegación que le devuelve a esa vida de renunciación un rasgo de dignidad. ¿Crees, entonces, que escribir pueda salvar al individuo?
G.T: No hay salvación posible, apenas una épica íntima, muda. Manuel muere aferrado a su escritura y eso me parece un gesto de gran dignidad. No tiene afectos, dinero ni prestigio, sólo páginas que llena de forma compulsiva hasta el respiro final.

En los días que oscilan entre el insomnio y la pesadilla, para Manuel, la literatura es un bálsamo que atenúa su abatimiento y lee a Rubén Darío, en especial, esos versos repetidos en la adolescencia: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura porque esa ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente. Ser, y no saber nada y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror…” Como alguien que desuella una cebolla su vida se va agotando. ¿Es el tránsito de un escritor en su derrota, o exactamente la metáfora de los jóvenes de una generación que buscaron ser escritores fuera de su país?
G.T: El gesto ingenuo de viajar a París o Barcelona para ser escritores  proviene del mito moderno del Boom. Nada más lleno de confusiones y malentendidos. Muchos latinoamericanos fueron desde los 70, y creo que aún lo hacen algunos despistados, a sumarse a esa nómina fantasiosa. La realidad era que Barcelona estaba copada con los autores del Boom y no quería saber de nadie más venido de ultramar. Debieron pasar más de tres décadas para que sus editoriales volvieran a prestarnos atención.

Opino que después de leer la novela, el lector sale fortalecido o por lo menos con la misma sensación de energía con que Manuel termina el acto de bañarse:
“Penetra en la ducha consciente de que el agua estará más fría aún que el aire. No tiene gas en este remoto invierno de los años ochenta. En efecto, el agua brota yerta en un chorro que por lo demás no es fuerte y hace así más invivible su contacto. El golpe del agua corta su respiración, pone en pausa su organismo como si le ofreciera desde ahora las ventajas de la congelación. Es decir, una cierta inmortalidad. Piensa que si se mantiene bajo el chorro no morirá de frío sino que a partir de cierto momento entrará en un paréntesis en donde mantendrá su organismo en vilo, sin envejecer, sin obrar, sin sufrir. Es apenas un segundo en el cual se siente póstumo, sobreviviente a sí mismo, como lo desea hasta el más humilde los escritores.
Más que salir, huye del baño. Tirita inmisericordemente. Se viste veloz intentando cubrir todos sus poros. Siente por fin esa avalancha de salud que prodiga el baño frío, esa fortaleza sobre las miserias del mundo”.
G.T: Gracias por ese comentario, creo que Manuel aparte de escribir, necesitaba de muchos baños fríos para enfrentar al mundo. Ese fragmento señala de igual manera las carencias en las que vivía y escribía. Nada le era propicio y sin embargo se obstinaba en mantenerse en acción, es decir, fabulando.

 “El Inquilino” en su breve extensión de ciento diez páginas, tiene en su estructura un ordenamiento ágil y funcional. Dividida en ocho fragmentos, llamados en la novela capítulos, intercalados con los apartes de un diario, junto a los retratos hablados de espacios y personajes. Pero, desde la perspectiva abierta del lector, se presenta en dos grandes partes. La primera, con un lenguaje escueto de quien esboza a grandes trazos un paisaje. Y la otra, adensada por un tono directo y reflexivo que deja al final un rastro lírico y adolorido, donde con talento literario la “atmósfera de lo insustancial” envuelve a los personajes y al lector, en una sensación donde todo parece esperar el derrumbe.
Recuerdo la formidable descripción final de “Los suicidas del hotel Cisneros”. Esa especie de coda de la novela donde la decisión pactada entre dos contertulios, marca lo inesperado como la solución ante la exaltación en que han caído y concluye en una escena irónica y surrealista, junto a sentimientos desbordados y a situaciones precarias, que trazan o parecen trazar, la vocación y la tenacidad cuyo destino de vida es la escritura. ¿Cuál fue el proceso con el que armó la novela para alcanzar ese estado de desarraigo y caída, esa persistencia en la derrota que arrastra a Manuel (el personaje principal) junto al personaje asociado e indivisible de Encarna?
G.T: Cuando me enteré de la muerte de la persona que inspira el personaje de Manuel en la novela sentí que le debía un homenaje a ese ser que yo había visto vivir en el delirio literario. La idea de su olvido, tan real e implacable, también me estremeció. Fui recordando escenas vividas con él, y dentro de ese ritmo de desahogo memorístico, también inventé otras que intentaba que se acoplaran. Era una persona venida del recuerdo y otra, imaginaría, que pedía integrarse a la anterior. La vida, la vida de Manuel de manera especial es fragmentaria. Mi recuerdo lo es, de tal manera que fui narrando pasajes independientes que al ser unidos por la lectura dieran como resultado la construcción de un universo, pequeño, cerrado, discreto, pero inmensamente sincero. Espero haberlo logrado.