Mano - Cuento


Por Eduardo Delgado Ortiz

Somos como son los que se aman.
Jorge Gaitán  Durán
                                                                             
¿Puedo tocar? –Dijo él–
voy a gritar  –dijo ella–
sólo una vez –dijo él–                                                                                                           
oh, qué delicia –dijo ella–
E.E Cummings

    He preferido desahogar el nudo que ahorca mi garganta y dejar al libre albedrío mi crapulosa  historia pasional. La senilidad me ha obligado  a vivir de  recuerdos que afloran en las horas negras, para endulzar el café amargo de mis últimos días. Impotente caballo de Troya, sería la expresión exacta, pero aquí, la metáfora no tiene espacio. Sólo lo hay para un descompuesto anciano, que ha perdido su atributo y, lo peor, sin valor para aceptarlo.
    ¡Ah!, pero ahí veo la gloriosa casona con alero de teja,  poblada de secretas alcobas, simétricamente bordeando los traspatios de pasillos y zaguanes temerarios que hicieron parte de todo un rito familiar, de mi vida entera. En las horas más tranquilas del día o de la noche se ponderaba las virtudes de la arrechera, por parte de mis hermanos. Pero me correspondió a mí, el más joven y silencioso de todos, mirar y ser testigo por los ojos de las cerraduras, por los calados en las paredes de adobe, o mejor aún, contemplar desde el soberado a través de la duela de madera machimbrada, toda una batalla perruna, entre una virgen sirvienta llegada  del campo y de mí pervertido  hermano mayor, de quien su única virtud era su descomunal penca, rebosante de orgullo. Entonces yo tenía once años y este descubrimiento loco, me impresionó. Yo pensé que el sádico estaba asesinando a la infeliz criatura quien sólo emitía unos gritos voraces: ¡Hay Dios, no, no!. ¡Por dios más, más!, gritaba la criatura inmolada en sangre virgen, con las piernas sobre los hombros del hombre, mientras que él, con su esplendor dentro de ella, sólo sacaba su lengua larga y gemía como diablo. Después puso en cuatro a la criatura y la perforó de un tiro. Entonces fui consciente de lo que significaba esa dureza entre las piernas y me la sobé, sintiendo una sensación agradable, y supe que había un diablo generoso en el cuerpo.
   Esa desorbitante lección, me dejó alicaído, vergonzoso de mi humanidad y realmente me sentí desgraciado; a no ser por mi padre, que un día al notar mi curiosidad al verlo desnudo en el baño, me dijo que el problema de estos animales no era su tamaño sino su astucia en su labor. Gracias a este sabio dictamen, el temor adquirió un nuevo matiz. Me la sobaba y al hacerlo se agrandaba un poco, se ponía fuerte, arrogante, fue entonces que me creí un macho.
    Una tarde, mientras mi hermana que era tres años mayor, jugueteaba con su costurera, yo como un perro pequinés, me introduje entre sus piernas y haciéndome el perrito le lambí los tobillos. Tenía un vestido largo de tafetán y estaba sentada; yo, como un animal loco estiré la mano y mi hermana entreabrió sus piernas dejando que la mano subiera hasta sus muslos que estaban sudando y después abrió las piernas y la mano, independiente de que yo la mandara, avanzó hasta una hornilla caliente, y encontró un hueco que mis dedos tocaron, y por ese hueco entró el dedo una y otra vez y sentí un líquido viscoso, mientras que con la otra mano me la sobaba y no recuerdo si me quedé dormido, pero si sé que me gustó mucho. A mi hermana también le gustó. Después fue ella la que me zambulló dentro de su vestido y lo volvimos a hacer.
    Un cabrón amigo, medio marica, a quien le conté lo sucedido, me dijo, que tuviera cuidado porque eso era malo, era como tirarse a la mamá. Y, ocurrió, sentí una extraña impotencia en el cuerpo y por mucho tiempo no pude dormir y mi animal estaba como muerto. Por más que me la sobaba, colocando fotos de mujeres desnudas, no se me paraba. Yo estaba aterrorizado, mi preocupación no tenía respuesta. Por un tiempo pensé que me iba a volver marica, pero por fortuna hubo un rayo de luz en mi infierno.  Era como una segunda oportunidad.
   Una tarde, mientras buscaba un balón de fútbol en un olvidado cuarto al trasfondo de la casa, donde dormían algunas empleadas, ví con la luz de la fortuna, a una joven durmiendo, cubierta con una delgada cobija que marcaba su frágil silueta. Flor, Flor, llamé y como no atendió a mi llamado, me senté al borde de su cama y palpé su cuerpo; ella no respondió, por lo tanto mi laboriosa mano se deslizó  debajo de la cobija y después de acariciar sus pantorrillas, muy lentamente empecé a ascender hacia sus muslos y más arriba mi sorpresa fue grande, estaba desnuda. Entonces el animal  se enderezó mientras mi mano atrapó su moño y, con delicadeza, le acaricié una cresta junto a su hueco por donde introduje el dedo. La muchacha no se movía, dejaba que su patrón hiciera en silencio lo que más le gustara y yo, ni corto ni perezoso, le quité la delgada cobija que la cubría. Era una mujer de piel bronceada, suave como la de un bebé. Una india de ojos rasgados y labios voluptuosos. Delgada, extremadamente delgada, su culo era bien formado y sus tetas, aunque pequeñas, duras y preciosas. Tenía los ojos cerrados; por supuesto que no los quería abrir. Esa actitud me emocionó. La mano le acarició el rostro, los labios y le metí el dedo en la boca como si fuera su hueco. Yo estaba extasiado, feliz en la contemplación del inerte cuerpo y, no se por qué pensé  que el placer era un principio de la muerte. Así, en esas circunstancias, como si fuera la muchacha una muerta, la mano masturbó su coño y mi verga, por primera vez, se hundió en el acantilado del placer. Oh, como disfruté en esa vulva, en donde apenas emergía el bello pubis. Desde ese momento mi predilección  fueron las flacas. La mujer flaca se me volvió una obsesión. Entendí, que el placer del sexo, no sólo estaba en hundirlo. La contemplación, la articulación de la mano en el cuerpo, junto con una recíproca perversidad imaginativa, eran claves para llegar a la gloria del universo infinito, al esplendor, a la exaltación y a algo parecido a la nada: el indefinible clímax. Desde aquel momento, a la misma hora, la muchacha me esperaba, como en el primer día, desnuda y dormida como una muerta, para que yo hiciera con su cuerpo, su culo, sus tetas, su coño, lo que quisiera. Ahí saqué punta a mi verga, en ese coño di rienda suelta a mi placentera imaginación. De ahí  salí hecho todo un valiente a los putiaderos. Por esa época, las novias no se lo daban a uno. Había que crear una fórmula de seducción.
   Mi amigo ambidiestro, el Vizconde de Gratulay, me iba a educar en los libros sagrados del Marqués de Sade, su Juliette; o leíamos sonetos de Pietro Aretino, también del singular señor Bataille, recuerdo su admirable Historia del ojo. Sin lugar a dudas, sin los libros, no somos más que unos pobres fantasmas empíricos. Gracias a esa lectura pervertida y afortunada, nuestra penca, adquirió la suficiente sabiduría  para aconsejar a las mujercitas bellas, el camino del amor. Nuestras sagradas novias, por fin, recibieron en su boca rosa la bendición de nuestro animal y las perras disfrutaron. No hay que negarlo, lo disfrutaron hasta enloquecer sin resabios.
    Esto no fue más que una gloriosa época de chiquillos en el aprendizaje del amor. ¿Que puede haber más allá del principio del placer? : La muerte. Sí, eso es lo que estoy esperando en esta  undívaga tarde, mientras sueño como un joven.

Cuento tomado de Como tinta de sangre en el paladar
Minotauro Editores