Por Gabriel Arturo Castro*
“Sólo los poetas fundan lo permanente”, expresaba Holderlin, debido a que la poesía verdadera totaliza, reintegra lo fragmentado, cohesiona lo que la muerte desintegra, ausenta y aleja. La unidad perdida se da a través de la palabra que asombra y extraña, que indica el tiempo de un continuo drama y un incesante movimiento. Y es que no hay una sola palabra. Ya desde la Antigüedad Pitágoras nos dejó la certeza sobre las variedades de la palabra: hay la simple, la jeroglífica y la simbólica. En otros términos, el verbo que expresa, el que oculta y el que significa.
Pero el poeta, que maneja todas las variantes de Pitágoras, va más allá de todas ellas, pues logra expresar una especie de verbo supremo que es en realidad la palabra en sus tres dimensiones de expresividad, ocultamiento y signo. El verbo se hace así portavoz e intérprete de fuerzas interiores, se torna magia y subversión del mundo. Y el poema se incuba, se fecunda a distancia, en lugares o tiempos remotos o sobre la realidad próxima o inmediata. El poema se trueca en evocación de la experiencia, llegando al asombro, al acento, al sentido personal y significación, a la aventura espiritual que va más allá del puro virtuosismo, la poesía como arte libre y trascendente, la poesía como catarsis, purificación y afecto que suscita vivencias encontradas; la poesía que no sólo agrada sino que conmueve. Ése es el privilegio de la poesía, dar vida y movimiento, esfuerzo y dignidad a la creación, ya que ella construye un nuevo universo luego de la ruina, de la aniquilación. Entonces se vuelve memoria, comunión, ritualidad, magia, misterio, características que aún perduran en los poetas más avisados y lúcidos, llenos de fuerza crítica, reflexión y hondura.
Sin embargo, hace muchos años atrás, Benjamín alertó con tristeza cómo aquél ritual ha sido reemplazado por la práctica de la política, el arte del engaño y la simulación, lugar donde la poesía y la cultura han descendido al nivel del espectáculo, la producción del simulacro, una cultura sin referentes históricos, filosóficos o religiosos, o lo que es lo mismo, la limitación del arte a manifestaciones artificiales de consumo, luego de una pérdida del sentido interior, ético y estético, crisis que alcanza a la poesía confundida con los actos publicitarios que llaman al confort, al facilismo y la irrelevancia de la creación. Salvo algunas honrosas excepciones de creadores lúcidos y comprometidos con su oficio, la poesía ha caído en la banalidad. (Vaya usted a un recital poético y posiblemente encontrará la vedette y la pasarela respectiva llena de reflectores. Al frente ya no lectores sino consumidores snob de la literatura, listos al aplauso fácil). Allí se cambia la experiencia y la memoria, conceptos ontológicos y sustanciales, por la noción de exhibición, sustitución alienada de la existencia, tal como lo sentenció Paul Valéry: “La literatura está llena de gentes que no saben en realidad qué decir, pero empeñadas en que necesitan hacerlo por escrito”.
Quizás se ha abandonado el ejercicio de la memoria que perdura, aquella experiencia quie se interioriza y se aloja en el ser como huella duradera o profunda, siendo posible su evocación como signo de la vida activa. En cambio hallamos la alusión al olvido, la repetición contemplativa y superficial, palabras planas, pasajeras, perdidas, homogéneas, deshilvanadas e inconexas.
Cómo quisiéramos, entonces, que la poesía saliera de la cárcel que algunos le han asignado y retornara a su esencia, a su morada y patio original, a los predios de quienes, parodiando a Guillaume Apollinaire, buscan por doquier la aventura y combaten en las fronteras de lo sin límites y del porvenir.
*Poeta y ensayista colombiano