Pequeño discurso del grito

Por Mairym Cruz-Bernal*
Aprendí el miedo como modo de refugio. Cerrar la boca, morderme los labios, hacer silencio, otro lugar de escondite. Hubo un tiempo, una temporada de infiernos, donde sentía entrar la llave dentro de la cerradura de la puerta y mi estómago se descomponía. Tuve miedo del hombre con quien dormía. Abría sus ojos, enormes. Comencé a perder amor por mí misma. Serví de esclava durante los fines de semana con la manada de sus hijos en nuestra casa del campo. Los domingos, al regresar al apartamento de San Juan, miraba a la mujer en el espejo que envejecía vertiginosamente. Una fuerte depresión casi me lleva a la muerte. Me embaracé de una hembra, suficiente para acrecentar mi desquicio. Me sometí a psicoanálisis. Trabajé para pagar mis terapias. 4 veces a la semana, $125. Dólares por sesión. Un día mi psicoanalista me dijo, ¿Mairym, y que te hace Víctor cuando te abre los ojos? En ese instante surgió el insight, 18 meses de análisis para entender que cuando Víctor me abría los ojos, solo podía: abrirme los ojos. Ese día, ese hombre cayó del pedestal donde las mujeres ponemos a los hombres, y aquel dios fue un hombre más, ya no tenía poder sobre mí. Un tiempo después pude desertar haciendo estrategias laberínticas y sobreviviendo a una batalla de dos años para recobrar mi libertad.
Terminé con líquido acumulado en mi ojo derecho, que me causaba ver distorsionado, como si estuviera debajo del agua. Condición, según mi oftalmólogo, muy inusual, sólo vista en los soldados que regresaron de Vietnam, causado por un estado extremo de pánico. No había cura para eso, solo si lograba temporadas de relajación, desaparecería.
La palabra es un arma, sirve para anunciar y denunciar, develar lo oculto, entrar por los recovecos de nuestra cárcel y hacernos libres. Porque cuando se nombran las cosas, las cosas comienzan a despertar.
Pero, ¿dónde comienza entonces la infección a la libertad, en las palabras o en los actos? ¿Dónde se enferma esa libertad que nos fue dada, en el lenguaje o en las cosas? ¿Y no están hechas las palabras y las cosas de libertad? No pretendo aquí ninguna explicación. Meditemos juntos cualquier exégesis posible. (JCSL)
Entonces tengo que recurrir a la poesía, espada de dos filos, que corta  con un hacha filosa las cadenas de mi inconsciente. Que desata mi lengua mordida, mis dedos hecho nudos, poesía que corta mis manos y grita más allá de mi voz.
La mujer ha estado reprimida y asechada desde el siempre. Más recientemente investigo la “violencia correctiva” o en inglés “corrective rape”. Un documental de CNN muestra entrevistas con mujeres del Sur de África que han sido víctimas de corrective rape, violación por odio a la mujer lesbiana para que corrija su “desviación”. He puesto el video mientras escribo para que esas voces de mujeres violadas por su elección sexual puedan de alguna manera impregnar estas páginas.
No olvidar las mujeres a las que se les practica la ablación. 
No olvidar la masacre de Nanking. Una de las masacres acometidas contra el mayor número de mujeres: el 13 de diciembre de 1938 por el ejército japonés.
Y otras y tantas otras.
Y nuestra pequeña historia personal que mira al macro mundo. Nuestra historia de abandonos.
1966 Brentwood, Long Island.
En el cuarto azul, el cuarto de los nenes, con sus colchas de costuras gruesas y azules, mi madre me enseñó a hacer los lazos de los zapatos. Ella, sentada en una de las camas de mis dos hermanos en el segundo piso de la casa, yo, miraba cómo su mano diestra hacia los lazos. Otra vez, le pedía, otra vez, para poder grabar sus movimientos e independizarme en las mañanas. Pero algo más estaría a punto de quemarme las manos para siempre. Sus lágrimas caían y mojaban mis pequeñas manos de tres años estrenándolas para siempre a esa callada agonía.
Durante algunas noches que él no llegaba, me inventaba toser incontrolablemente. Tosía duro hasta que ella me cogía entre sus brazos y me mecía en su sillón, pegada a su regazo, me cantaba. Yo tosía porque él no llegaba. Parecería que nunca iba a llegar. Que nunca iba a regresar y luego esa sensación de vacío y desesperación, esa sensación de ahogo en la boca de mi estómago.
Se aprende el abandono, como casi todo lo que se aprende.
Lo peor, nos acostumbramos a él. Lo peor, no sabemos cómo vivir sin abandonos, y continuamos nuestro ciclo. Tenía tres años cuando la ausencia de mi padre me provocaba toser. Llevo años donde la mínima amenaza de abandono me provoca estados alterados de pánico generalizado.
Nacemos a un mundo enfermo.
Las palabras también están enfermas. Todas mienten. Intentan traducirnos.
Domesticar la soledad.
Amar.
Pero nuestro amor también está enfermo.
Y así nos con-formamos a relaciones que nos hacen doler e incluso algunas que nos llevan al borde de la muerte.
Aprender el silencio antes del grito. El silencio que observa y que escucha. Primera lección para la batalla. Luego el grito.
*Poeta puertorriqueña