Fabio Martínez


Fragmento de El Tumbao de Beethoven (2012) del escritor vallecaucano Fabio Martínez, antecedido por las palabras de Gary Domínguez, que preludian la novela recientemente presentada en La Cueva de Barranquilla y en la Feria del Libro de Bogotá, y que se inscribe como el tercer vértice de la literatura relativa a la salsa escrita en Cali, iniciada por Bomba Camará (1972) de Umberto Valverde y Que viva la música (1977) de Andrés Caicedo.

“Desde los tiempos de Que viva la música los salso-lectores no nos divertíamos tanto como con El tumbao de Beethoven de Fabio Martínez, una novela abrumada de pasajes discográficos y tumbaos que invocan las melodías que marcaron a toda una generación de artistas, locos y bohemios en este caribe urbano que es Cali, sin playa ni Varaderos”.  

CALLE LUNA, CALLE SOL (fragmento)

Humberto baja por la calle de las Cadmias, atraviesa el puente del río Cali y tomando la avenida de las Ceibas, llega hasta el café Los Turcos. Allí pide una cerveza y se sienta a hojear la novela Rayuela. La brisa marina, que desciende de los Farallones, le golpea la cara. Luego de pagar la cerveza, le pregunta a Pablo si no ha visto a Violeta. El mesero, que conoce a todos los clientes del café, le dice que la vio la noche anterior. Iba acompañada de un man, acota Pablito. Llama a Chichí y le pide que le lustre los zapatos. El negro se sienta en su banquito de madera, toma el cepillo y comienza a cantar: Mi gato se está quejando, que no puede vacilar.
—Humberto, le tengo la última chiva —dice Chichí.
—¿Cuál? ¿Por fin el América le ganó al deportivo Cali?
—No, hombre. Eso ya se verá. Viene a Cali Johnny Pacheco con la Fania All Star.
—No jodás. ¿Quién los trae?
—Larry Landa.
—¿Está confirmado?
—Sí, hombre. Radio El Sol dio la noticia.
—Dime, ¿quiénes vienen?
—Todos: Celia Cruz, Larry Harlow, Bobby Valentín, Willie Colón, Ismael Miranda, Luis “Perico” Ortiz, Ray Barreto, Yomo Toro y Orestes Vilató.
Estrellas de Fania, llegaron pa’gozar —sonea Chichí.
—¡Qué barraquera! Chichí, ¿vos pensás ir a verlos?
—Claro, mi pana. Si no me levanto pa’la boleta, me cuelo por la malla del estadio.
El negro termina su trabajo.

De cualquier malla, sale un ratón.

Humberto revisa los zapatos; cuando se ve reflejado en el cuero, le paga con unas monedas.
—Chichí, ¿has visto a Violeta?
—Sí, la vi anoche. Iba caminando con un mancito.
Humberto pide otra cerveza y continúa interesado en el libro de Cortázar.
La tarde ha caído sobre la ciudad. Los últimos arreboles se pierden por los Farallones. Son rojos, azules y púrpuras. Vestido con una chaqueta verde olivo, de charreteras doradas, el loco Guerra pasa por las mesas del café dando bendiciones con una mano y pidiendo limosna con la otra. Habla en una jeringonza que nadie comprende. Se para frente a un cliente; como éste no le da dinero, lo insulta. Humberto mira el reloj y sigue concentrado en la historia de la Maga y Horacio Oliveira. Cuando levanta la cabeza, allí está parada Violeta, con una blusa escotada, una falda de colores y unas sandalias romanas. De su hombro cuelga una mochila arhuaca.
—Hola, mi amor —dice ella y sonríe.
—Ah, llegó la perdida. Violeta, ¿dónde te habías metido?
—Por ahí.
Violeta está pálida y ojerosa
—Ayer te llamé y no estabas en casa.
—Humberto, mi amor.
—Cada día que te busco no te encuentro y cuando te encuentro no te busco.
—Mírame, ahora estoy aquí —Violeta hace un paso de ballet.
—La cita era a las cinco de la tarde.
—Por favor, Humberto, ahora no me la vas a montar.
Violeta cuelga la mochila del espaldar, y se sienta.
—Pablito, por favor, tráeme una cerveza bien helada y unos cigarrillos mentolados —ordena.
El mesero la contempla de arriba abajo, y dice:
—¡Como estás de linda!
Pablo trae la cerveza, un vaso y los mentolados. Mientras sirve en el vaso, agrega:
—Princesa; aquí tiene su cerveza y los cigarrillos.
Humberto y Violeta alzan los vasos y hacen chin-chin.
La noche es fresca y huele a perfume de cadmias revuelto con jazmín. En el café se escucha el ruido de la vajilla de cerámica sobre el poyo de la cocina y la risa de los clientes que conversan animadamente al calor de un plato de tahine, un tabule o una carne encebollada. La mirada perspicaz de Jovita Feijóo captada por la cámara negra de Fernell Franco indaga en el alma de los comensales. Pablito corre de una mesa a otra tratando de satisfacer a los clientes. Sentado en el banquito de madera, Chichí ahora entona una melodía de Ismael Rivera.

Las caras lindas de mi gente negra
son un desfile de melaza en flor.

La pareja pide una porción de tahine con pan árabe. Chichí se acerca a Violeta y le dice:
—¿Lustro, señorita? Le prometo que le dejo sus sandalias como nuevas.
—Bueno, Chichí, pero no me vas a manchar los pies.
El negro se acomoda en el banquito de madera y continúa cantando:

Las caras lindas de mi raza prieta
tienen de llanto, de pena y dolor.