La risa secreta: curadores



Por Fernando Maldonado

El pintor Fernando Maldonado envía un testimonio sobre su iniciática relación con los curadores, sumándose desde una perspectiva vivencial a la polémica instaurada por Armando Villegas

Lo recuerdo con sorprendente nitidez. La madurez parece añadir claridad a los hechos por eso voy a arrojar sombra sobre el asunto. Esta anécdota se inicia con eventos anodinos la tarde de un día corriente en la facultad de Bellas Artes de la Tadeo hacia 1984. Nos habían contado por el correo de las brujas que un crítico y profesor de historia del arte de aquella época, de apellido Aguilar, seleccionaría trabajos de estudiantes para participar en un evento de arte joven en algún lugar de Bogotá.
Para quienes apenas estábamos comenzando a otear el panorama artístico de la época e ignorábamos el tamaño, complejidad y agresividad de la vida profesional, comenzar a “exponer” nuestro trabajo constituía una especie de bautismo pagano, largamente anhelado. La ansiedad de ser alguien en el panorama cultural de este país, comenzaba a intoxicarnos. Nadie sabía el camino ni los pasos a seguir. En un medio educativo como el nuestro es imposible saberlo por lo menos con suficiente anticipación. Sin más preámbulos me puse de acuerdo con mi buen amigo y compañero de facultad Marcelo Meléndez, para visitar al profesor Aguilar esa misma tarde y llevar algunos de nuestros trabajos recientes con la esperanza de ser aceptados en la muestra. Marcelo era uno de los buenos estudiantes de la carrera; su creatividad, destreza técnica y nivel académico era reconocido no sólo por los profesores del programa, sino por sus propios compañeros. En aquellos días yo estaba desarrollando una serie de pequeñas piezas escultóricas que combinaban el ensamblaje con la talla en madera y consistían en la apropiación formal de iconos y relicarios configurados a la manera de piezas eróticas, en una aproximación a lo sagrado y lo profano a partir de los textos de Eliade y Bataille. Su efecto humorístico y mordaz había pasado con éxito la prueba del colegiado, el método de evaluación en la facultad, recibiendo los elogios de varios maestros.
Era previsible que esa tarde me presentara a la cita con aquellos trabajos. Tocamos a la puerta y Aguilar nos hizo seguir. Su primera frase fue una tajante advertencia de no echar a perder el brillo de su reluciente piso de madera con nuestras pisadas, lo que nos hizo sentir de una vez en contexto. Me explico: Para los estudiantes de aquella época los maestros en especial, los teóricos como Aguilar, constituían una especie de raro ejemplar de la raza humana. Mezcla de excéntrico y marcadamente neurótico ser con un plan de vida: aumentar en nuestras jóvenes e ingenuas mentes la idea del mito del artista como sofisticado miembro de un círculo esnob al que sólo era posible acceder con su aquiescencia y beneplácito. Nadie podía acercarse a este cenáculo sin los misteriosos preámbulos que la mayoría de nosotros desconocíamos. Pero al mismo tiempo nadie consideraba muy importante lo que alguien así pensara de nuestro trabajo.
El respeto siempre se gana con humildad. No la convencional humildad del pordiosero sino la impecable humildad del que ha superado sus complejos y no encuentra en la cátedra el campo experimental para ejercer su relativo poder con los más vulnerables. Muchos docentes al cabo de varios años descubren que nunca fueron respetados, ni admirados por su conocimiento. Descubren que lo único que instigaron en los estudiantes fue en algunos casos temor, en otros, desagrado o indiferencia.
 No recuerdo quien de los dos comenzó a explicar su trabajo frente a Aguilar, pero presentíamos la atmósfera enrarecida o una especie de arquetipo de lo que significa someterse a una curaduría. Luego de algunas palabras el experto observó mi trabajo y en un arranque de egocentrismo pronunció sentencia. Con un gesto enfático afirmó: “Usted no es un tipo con humor. No veo por qué esto que trae puede funcionar. Les voy a mostrar qué es verdadero humor. Acérquense aquí.” Acto seguido nos señaló un interruptor de la luz en uno de los muros de la sala: “Miren… esto es humor. Lo hice yo”.
Fingiendo asombro e interés observamos la “obra maestra”. La pieza móvil del interruptor de modelo antiguo había sido reemplazada por un ojo. Uno de esos ojos con pestañas rígidas muy usados en las muñecos que parpadean. De allí en adelante la conversación continuó en el tono distante necesario para romper todo diálogo posible. Es otro rasgo típico de muchos curadores y críticos. Hablan “en monólogos sucesivos” seguramente porque produce un efecto elíptico que anula a los interlocutores y sus probables cuestionamientos. Cada palabra está ubicada para ser parte de una extensa cátedra que abarca la vida misma. Nunca tuvimos la oportunidad de aclarar nada respecto a lo que teníamos allí. Los autores nunca tienen nada que ver porque el crítico o el curador es quien explica desde su lejana y aséptica visión, lo que está a la vista. Recordé la frase de Picasso: “La gente ve en la obra cosas que uno no ha puesto.” Bajé la mirada varias veces al piso de madera reluciente, miré los objetos, las obras y demás accesorios del apartamento buscando una pista para descifrar a este personaje frío y calculador en nada distinto a un burócrata o funcionario de algún cuento de Kafka. Personas como esa controlan los hilos de la cultura y acaparan espacios pagados por el público. Ese público anónimo que paga impuestos para que esos lugares existan y que nunca sentirá el menor interés por las obras que son ubicadas allí como grandes reflexiones de la condición humana. Esas obras son un reflejo magnificado de la personalidad de estos funcionarios del arte. Poseen su mismo talante, la misma frialdad y distancia pseudo-snob. Copias borrosas de su máximo ídolo, Warhol. Minutos después y con la certeza de haber visto el mismísimo traje del emperador, salimos del apartamento comprendiendo por fin en qué consistiría el juego de aquí en adelante. No se trataba del esfuerzo o de la búsqueda honesta de respuestas, no se trataba de calidad técnica o complejidad formal ni conceptual. Se trataba de todo lo contrario y esencialmente de simples y buenas relaciones públicas.
El arte es una profesión que inexplicablemente se asocia con el humanismo y se da por sentado que quienes la ejercen o la regulan, son más o menos agentes de la consciencia moral del mundo. Las malas noticias nos fueron dadas poco a poco. El arte no sólo no es la excepción a las reglas del comportamiento humano habitual cuando está imbuido de alguna dosis de poder sobre otros. Es el perfecto ejemplo de todos los vicios convencionales de la política y el poder. Aquellos días fungiendo de reclutas bisoños, tendríamos un atisbo de lo que treinta años después se convertiría en norma de procedimiento y profesión. El traje de crítico de arte que algunos portaban con tanto orgullo, sería reemplazado poco a poco por el confortable, sanforizado y más aséptico si cabe, de curador. Al menos ya no habría sorpresas. Naturalmente a ninguno de los dos se nos concedió el honor de mostrar nuestro trabajo en el evento. Pero conservamos para nosotros el nada despreciable consuelo de saber que el humor tiene extraños subterfugios. Mientras bajábamos la calle, reímos de pensar en el maestro de historia y de cómo creyó habernos dado un ejemplo excelso de arte y humor. Es decir, no reíamos de lo que nos mostró, reíamos de su actitud; incómoda mezcla de forzada superioridad y pedantería. Su imagen de historiador infalible y crítico agudo se diluyó como humo y dejó de ser el referente para lo que hacíamos. Como era obvio, no esperábamos de un maestro aplausos y elogios. Esperábamos comentarios lúcidos y críticos para mejorar nuestras propuestas que a todas luces no eran deficientes para un par de buenos estudiantes de arte. Tampoco esperábamos quedar seleccionados de buenas a primeras para el evento y es claro que la diferencia la marcó la actitud del maestro.
Pocos días después visitamos la muestra quizá con el ánimo de corroborar lo que intuíamos. Ésta anécdota ilustra varios aspectos plenamente vigentes en el medio y aún nos divierte cuando la recordamos pasadas casi tres décadas. Por supuesto nunca perdemos de vista que esa es la tónica actual y como sucede en la política, las decisiones y acciones que afectan a todos no suelen estar en manos de los más capaces y sensibles. Las decisiones favorecen a quienes se pliegan a los caprichos e intereses del poder. No basta con hacer bien el trabajo. Considero fundamental tratar de mostrar esta realidad a quienes apenas comienzan el camino. Hoy nadie recuerda al maestro de la anécdota. Nadie aparte de Marcelo y yo. Suficiente para convocar una risa secreta.