Con-Fabulación entrevista a José Luis Cuevas (México D.F., 1934), polémico dibujante, pintor, escultor y grabador, que en su extensa carrera ha obtenido los siguientes reconocimientos: Primer Premio Internacional de Dibujo (Bienal de São Paulo, 1959); Primer Premio Internacional de Grabado (Nueva Delhi, 1968); Premio Nacional de Bellas Artes (México, 1981); Premio Internacional del Consejo Mundial del Grabado (San Francisco, 1984); Orden de Caballero de las Artes y de las Letras (República Francesa, 1991).
Cuevas reflexiona sobre su iniciación, sus ritos de paso, sus crudas obsesiones creativas, y su aproximación vital a personajes como Warhol, Chagall y Ezra Pound.
Aquí un homenaje a uno de los más influyentes artistas latinoamericanos de las últimas décadas.
Por Gonzalo Márquez Cristo
Con la colaboración especial de Amparo Osorio
Hacía calor en la Ciudad de México. Eran las dos y media de la tarde y el encuentro se había pactado para las cuatro. Sin tiempo para almorzar debíamos desplazarnos desde el Zócalo hasta la Colonia San Ángel postergando sin esperanza la mágica sopa de flor de calabazas indefinidamente. Aunque lo sensato era ir en Metro tomaríamos un taxi para ultimar detalles del reportaje con comodidad, sabiendo que por ser viernes sería caótico el largo recorrido.
Frente al hotel Majestic esperamos durante quince infructuosos minutos, hasta que finalmente un pintoresco conductor accedió a llevarnos por el precio reglamentario. “Tenemos prisa”, dijimos con ímpetu, “la cita es a las 4”. “Estamos lejos y probablemente nunca lleguemos”, respondió secamente aquel hombre que parecía una escultura tolteca, y aunque sus palabras nos preocuparon ya no teníamos alternativa.
El tráfico era demencial. Por el camino repasábamos la vida de Cuevas, evocábamos la fuerza de sus dibujos, sus grandes escándalos, su relación con la literatura y sus más difundidas controversias. “¿Tienen cita con el pintor?”, preguntó el hombre sin cuello, después de escucharnos con atención durante varias cuadras. Asentimos. Reparamos en su aspecto, en su bigote descuidado, en sus ojos redondos que nos espiaban por el retrovisor. Luego comentó: “Conozco las mejores rutas para ir allí, pero esta ciudad parece endemoniada”.
El auto salía de un embotellamiento para entrar en otro, sabíamos que Cuevas tenía una cita posterior a la nuestra con el poeta catalán Ramón Xirau (afincado en México desde hacía siete décadas), y nuestro plan era conversar el mayor tiempo posible.
“¿Por qué entrevistan a ese hombre, si aquí hay numerosos artistas de mayor calidad?”, intervino nuevamente el conductor. Comenzamos a exasperarnos. Nos fastidió su intromisión que obstaculizaba la preparación del cuestionario y escindía el trance que siempre buscábamos durante los minutos previos al encuentro con nuestros grandes personajes periodísticos.
“Nos parece uno de los colosos de la plástica, por eso”, respondimos al fin con un matiz pendenciero.
“Lo único colosal que él tiene es su personalidad y la Giganta que hay en su museo del centro. Aunque en verdad esa escultura le quedó muy bien”, respondió el tipo categórico.
Sonreímos. “Usted dice que hay mejores artistas aquí, ¿a quiénes se refiere?”, interrogamos entonces apaciblemente.
“Conozco por lo menos a cincuenta artistas que trabajan la madera y que podrían hacer más bonitas estatuas que él, y tal vez otros cien que realizan objetos de cerámica... Cuevas cree que todos somos monstruos o locos; aunque ahora que lo pienso podría tener razón”.
“Una risa,
Como un aullido
Desde el fondo del tiempo
Desde el fondo del niño
Cada día
José Luis dibuja nuestra herida”.
Había escrito, como tributo al pintor, Octavio Paz en su poema “Totalidad y fragmento”. El entrometido tolteca hablaba en tono irónico sin moderación pero para nuestra suerte nos acababa de regalar el comienzo del reportaje. La austeridad verbal había sido demolida y unas cuadras más adelante ya comenzábamos a interrogarlo sobre arte mexicano, sobre el agave azul y las Chivas de Guadalajara, y él opinaba con arrogancia enriqueciendo nuestro cuestionario. Y de repente replicó con tono vehemente: “José Luis se cree el mejor, ¿pero dónde quedan los mayas, o el Diego y la Frida?”
Continuamos nuestro desvarío y minutos después, cuando la conversación comenzaba a entrar en zonas privadas, pasamos cerca a Coyoacán y nos detuvimos para proveernos de un mítico tequila. El chofer brindó con nosotros. Nos estábamos aproximando. Miramos el reloj con angustia. La plática siguió animada y poco antes de las concertadas cuatro de la tarde giramos a la derecha y entramos a la colonia San Ángel. Allí decía en una placa metálica: “Paseo Cuevas” y en la mitad de la avenida vimos con regocijo su famosa escultura los “Siameses”.
“Llegaremos a tiempo” afirmó entonces el taxista mientras nos íbamos acercando a la casa de Cuevas, preguntando en cada esquina por la dirección, para evitar cualquier extravío en ese momento crucial.
Minutos después, cuando ingresamos a la calle Fresnos, le gritó al celador de una de las mansiones de ese barrio adoquinado: “Amigo, ¿cuál es la casa de José Luis?”. El hombre sonrió por la irreverencia y nos hizo una señal con la mano. Pagamos atropelladamente y nos dirigimos a la puerta mientras él taxista esperaba atento. Entonces lo escuchamos decir: “Si sale a abrir le voy a pedir un autógrafo, de no ser así por favor digan que los trajo su más grande admirador”.
“Así lo haremos”, replicamos riendo, pero como nos abrió uno de sus asistentes el hombre frustrado partió dando un pito de despedida. Nos hicieron seguir a la sala de espera; a nuestras espaldas teníamos un enorme dibujo de Cuevas, a la derecha una biblioteca y unas fotografías con pintores y escritores. Al frente una ventana radiante y otra de sus obras. La entrevista sería literalmente a contraluz.
Muy pronto su esposa Beatriz apareció en ropa deportiva y nos ofreció café. Hablamos del poeta Marco Antonio Campos y de varios amigos comunes hasta que escuchamos los precisos pasos de Cuevas acercándose. El artista nos saludó con entusiasmo y al enterarse de que éramos colombianos empezó a contar anécdotas de Alejando Obregón y de Leonel Góngora.
—Yo quiero más a Colombia que a México, ese país es mi patria afectiva. Supe que murió Negret y también Rayo, es una lamentable ausencia. De ambos tengo bellas obras en mi museo y especialmente recuerdos inolvidables…
—Negret falleció a los 92; creímos que nunca moriría, en una entrevista lo comparamos con Nosferatu, no solo por su evidente semejanza, sino por su longevidad indeclinable... Omar concibió un hermoso epitafio que acompaña sus cenizas: “Aquí cayó un Rayo”.
—Omar fue siempre principesco, irónico y lúcido. Yo una vez expuse en su museo de Roldanillo... Están muriendo todos mis amigos. Una semana antes de fallecer Carlos Fuentes vino a visitarme, lo noté muy triste, lo cual me extrañó... Su actitud me pareció premonitoria. Nos habíamos distanciado en una época, cuando él estuvo de embajador en Francia. Años después lo llamé para felicitarlo por algún premio y le dije: “Estoy peleado con el embajador, no con el escritor”, y así recobramos nuestra amistad hasta el final. Hay mucha poesía en los primeros libros de Fuentes.
El febril preludio duró cuarenta minutos y Beatriz del Carmen, advirtiendo la comunicación que se instauraba, decidió asistir sola a la reunión con Xirau diciendo que más tarde enviaría al conductor por su esposo; pero antes nos mostró la maqueta de la escultura que acabábamos de ver en la avenida y enfatizó que se llamaba Los Siameses, aludiendo a Cuevas y a ella. La miramos buscando el parecido con esa cabeza de bronce. Ella rio. Luego nos condujo por la planta baja de su maravillosa casa llevándonos a un gran ambiente donde un salvaje perro de Tamayo ladraba a la luna.
De regreso a la primera sala nos acomodamos y esgrimimos nuestro cuestionario intensamente estudiado con el taxista y ubicamos en la mesa el celular en su función de grabación.
Cuevas nació en la Ciudad de México en 1934 y desde los cinco años dibuja sin cesar. Antes de cumplir los diez inició estudios como asistente de arte en la escuela La Esmeralda y a los catorce realizó su primera exposición en el Seminario Axiológico.
—Mi abuelo administraba una fábrica papelera que se llamaba “Lápiz del águila”, situada en el Callejón El Triunfo, rodeada de seres marginales. Allí adquirí la obsesión por el dibujo, lo cual resulta un poco obvio, pues manchaba todo papel que encontraba a mi paso. En ese lugar viví sólo hasta los siete años, pero lo único que he hecho durante los otros setenta, es lograr que la metáfora de mi abuelo sea legítima, y que mi lápiz sea conducido por un ave de presa.
—Probablemente ya lo logró… Siguiendo con su ascendencia, su padre fue boxeador y piloto, ¿es cierto que cuando llegaba a la casa en vez de golpear o timbrar disparaba?
—Era un ser rudo que todavía me agrada imitar. La Revolución Mexicana estaba en el aire. Cuando escribí mi biografía Gato macho recordé en numerosas ocasiones su vida tempestuosa.
—Su obsesión por los autorretratos es reconocida, pintó el primero a sus diez años… En ese ejercicio, que es más un diálogo con las fauces del tiempo, que un tributo a la vanidad de un artista, ¿ya superó el número de Egon Schiele?
—Puedo decir que hace mucho rebasé la cifra del austríaco. Pero en verdad mis retratos no privilegian mi presunción, pues como todos saben me pinto con frecuencia como un monstruo, como un enfermo o un mutilado. Todos los días hago un autorretrato frente al espejo para soltar la mano. Desde niño he pintado sin tregua mi rostro. Fui muy precoz, y a una edad temprana gané el Premio Nacional de Dibujo Infantil. Hoy me defino como autodidacta y creo que todo artista debe serlo aunque haya tenido la desgracia de pasar por la universidad, que casi siempre restringe su arte.
—Usted se toma una fotografía todos los días y posee una colección inmensa. Ha hecho exposiciones con miles de ellas donde el espectador puede advertir que estamos expuestos a la inexorable entropía…
—Poseo más de doce mil fotografías personales y tal vez lo que pretendo con ello es rendirle un homenaje al implacable dios del tiempo, o apaciguarlo al menos...
—Es evidente que no le teme al devenir pues su intención es testimoniar el paso de los días, pero sí a los escarceos de la muerte. ¿Podría hablarnos de su hipocondría?
—Les voy a contar algo curioso: me hice fumador gracias a mi cardiólogo. Una vez mientras esperaba angustiado los resultados de un examen médico, este consumado especialista, quien como lo imaginarán murió de una enfermedad coronaria, me dijo: “¿No quiere un cigarro?” Lo miré con estupor, pero al notar su bizarría acepté su ofrecimiento, y todavía hoy a mis 78 años fumo, aunque con moderación.
Entonces se dispuso casi ritualmente a encender un cigarrillo, le dio dos pitadas y miró su lumbre con placer.
—Además de la pintura, cultiva desde muy temprano, su pasión literaria. Ha escrito ensayos, columnas periodísticas detonantes, una autobiografía polémica…
—Es cierto. De niño vivía muy cerca a una calle de prostitutas. Cuando acompañaba a mi madre yo las veía maquilladas, con ropas muy vistosas y ligeras, liberando su atracción felina. Un día acopiando coraje la interrogué: “¿Mamá, quiénes son?” Ella me respondió: “Son putas y no preguntes más”. Entonces me quedé con la duda. Llegué a la casa y busqué ese libro que contenía todas las palabras del mundo (el diccionario), y rápidamente busqué el vocablo proscrito; la definición era ramera. Entonces ansiosamente busqué ramera, la explicación era hetaira. Busqué hetaira, la respuesta era cortesana. Seguí mi búsqueda y la definición era meretriz, indagué por ésta y la analogía era prostituta, y así me quedé girando sin obtener respuesta satisfactoria. Me asombraba que una palabra pudiera tener tantos sinónimos… Luego supe que eso se debía a la moral castradora que siempre ha impulsado el cristianismo con relación a todo lo sexual. Entonces, y para precisar la respuesta, puedo asegurar que mi pasión por la literatura me viene de las putas.
—Sabemos que ha realizado carátulas de numerosos libros…
—Yo ilustré un Pedro Páramo de Rulfo; él era un escritor tímido, un ser estupendo. Ilustré a Kafka, quien ha sido un autor muy afín a mi búsqueda. Al Divino Marqués de Sade pues estuve en el asilo de Charenton en Francia y como producto de esa visita urdí mi exposición Cuevas Charenton. También ejecuté todas las portadas de los libros de Carlos Fuentes para El círculo de Lectores de España.
—El sexo ha sido determinante en su obra y en su vida…
—Yo vivía en el barrio Donceles a mis catorce años y estudiaba Artes. Ahora pienso que había algo de ironía pues debía vivir en el barrio “Doncellas”, pero ese territorio imaginario me tocó encontrarlo en mi volcánica juventud. Recuerdo que un día de mi adolescencia mientras dibujaba, llegado el momento del descanso, la modelo no se puso la bata, que es lo usual después de posar media hora, y continuó “encuerada”, ¿se entiende esa palabra en Colombia…?
—No importa, si alguien no entiende, como en su anécdota del diccionario, que se convierta en escritor…
Cuevas riendo apagó su cigarrillo y dijo:
—Eso es lo que me preocupa porque ya hay bastantes… Decía que la modelo permaneció desnuda y se acercó a espiar lo que yo estaba pintando, e inmediatamente me cuestionó: “¿Así me ves de fea?”. Le respondí por reflejo: “Es que soy expresionista. ¿Por qué no te pones la bata, te puedes resfriar?”. Entonces contestó: “Es que te voy a enseñar algunas cosas”. A lo que yo ingenuamente respondí: “¿Acaso también pintas?” Ella riéndose me dijo: “No tonto, algo más importante, a hacer el amor”. Era el año 1948, hice varios retratos de mi sabia modelo; y ya han pasado varias décadas pero creo que resulté buen discípulo.
—Siguiendo con su precocidad: a sus veinte años expuso exitosamente en la Unión Panamericana en Washington con críticas muy favorables de la prensa… ¿Fue en esa época que dibujó a Ezra Pound?
—Es un acontecimiento que siempre me ha deslumbrado. Me pareció extraño que se vendiera toda la muestra allí cuando mis cuadros eran de locos, prostitutas y cadáveres… Muchos de ellos realizados en hospitales y en el manicomio de la antigua Castañeda, en México. En cuanto a Ezra Pound, le hice un retrato en su celda de hierro negro en el hospital mental de Saint Elizabeth (Washington), una tarde muy calurosa de verano, pocos años después de su terrible paso por la jaula de dos metros cuadrados, en la que se le encarceló en Italia al ser condenado por traición, debido a su programa radial donde apoyó a Mussolini. Mientras hacía mi retrato le pregunté al poeta norteamericano si tenía calor, es raro pero fue lo único que pude preguntarle, y él me respondió: “Siempre tengo frío”. Me despedí con una sensación extraña en la garganta.
—En 1955, a sus veintiún años, exhibió en la Galería Loeb de París…
—En esa obligatoria ciudad ocurrió una de las sorpresas más hermosas de mi carrera artística. Un día el propietario de la galería que mencionan me pidió que lo visitara con urgencia. Al llegar vi que dos de mis cuadros tenían una tarjeta que decía Pablo Picasso: el nombre del comprador. Asombrado pedí detalles y Edouard me mostró el libro de visitas donde el genio había escrito: “José Luis, me dicen que eres un joven precoz, yo también lo fui y creo que tienes un gran futuro en el arte…” Intenté forzar al galerista para que me regalara la hoja, pues en verdad era mía, yo era el destinatario, era un mensaje de mi propiedad... Él se negó rotundamente y años después viendo una lista de Sotheby´s vi que ese texto lo habían rematado por una cifra cuantiosa con otros autógrafos de Picasso. Todavía me enojo al recordarlo.
—¿Cómo conoció a Chagall?
—En París hice algunos grabados en un famoso taller donde mis compañeros eran Chagall y Sabuki. El primero puso a su disposición sus sofisticadas puntas de acero. El segundo mezclaba saliva con ácido como si fuese un dragón de Comodo para obtener ciertos efectos, y yo al notar que su experiencia era interesante un día le pregunté al artista japonés: ¿Maestro, me regala su saliva? Petición que fue aceptada entre risas.
—¿Cómo fue su vínculo enigmático con Warhol?
—Siempre se me ha acusado de vanidad, pero lo que me interesa explicar aquí es que por esos caminos secretos, inexplicables del arte, yo tuve que ver en forma misteriosa con la consagración de Andy Warhol; explicaré brevemente. El judío Eugene Feldman, director de una editorial para la cual yo ilustré un libro de Kafka en Filadelfia, me hizo numerosas fotos y un día de 1957 amplió una de ellas múltiples veces y comenzó a colorearlas, y las desplegó por todo su taller. Warhol, quien lo visitaba con frecuencia y era un simple diseñador de zapatos, llegó un día y observó las fotografías con mucha atención y lo vimos partir en silencio. Años después durante una exposición en Nueva York, cené con mi amigo editor y por supuesto comentamos sobre el enorme éxito del dios del Pop Art, y para ambos fue irrefutable que su idea de Marilyn, donde aparecían imágenes de la bella actriz reproducidas en serigrafía, había surgido esa tarde en Filadelfia.
—Usted ha dicho que en el éxito de Botero también aparece su luz tutelar...
—Botero es un artista del jet-set, él no quería pintar una obra maestra sino tener un yate y es admirable que lo haya conseguido. Recuerdo que un día llegó a la habitación de mi hotel en Nueva York asombrado por el éxito de un pintor efímero llamado Bernard Bufett, quien hacía seres escuálidos, muy delgados. Yo le dije: “Fernando, si lo que quieres es ser millonario pinta gordos”. Él contuvo la respiración, luego saqueó mi botella de tinta china manchando torpemente mi cama y lo demás ya lo sabe todo el planeta.
—En 1958 escribió su manifiesto contra el muralismo mexicano en el periódico Novedades...
—Durante mis inicios el mundo del arte en México era bastante restringido. Si no eras mexicanista tenías cerradas todas las puertas. Entonces escribí una columna muy polémica llamada: “Cortina de nopal”, contra los grandes muralistas. Esto lo complementé con caricaturas de Rivera, Siqueiros y Orozco con el propósito de ridiculizarlos. En ese tiempo respetaba mucho la obra de Orozco, pero hoy creo que excluyendo los grabados de Guadalajara que son espléndidos, no era tan bueno, y pienso que sus cuadros de caballete, con algunas excepciones, son mediocres. Es bueno aclarar que ese manifiesto fue muy escandaloso y me ocasionó un veto bastante prolongado, que sólo fue roto a mis 74 años cuando al fin pude exponer en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad. Allí colgaron al fin una retrospectiva de 258 obras, y aunque estaba emocionado porque la crítica decía que se me había hecho justicia, creo que el hecho de ser un artista excluido va mucho más con mi temperamento.
—¿Por esa época, a su regreso a México, surgió el grupo Nueva Presencia?
—En realidad fue un colectivo abierto, sin dogmatismos, al que pertenecía Arnold Belkin, Francisco Icaza, Rafael Coronel y el excelente dibujante colombiano Leonel Góngora. Propendíamos por el regreso de la pintura al caballete pues estábamos hastiados del muralismo.
—También en esa cruzada de los sesenta estaban Alberto Gironella, Pancho Corzas, Manuel Felguérez y Pedro Coronel.
—Sí, coincidíamos en búsquedas opuestas a lo establecido y para varios de nosotros el dibujo era una religión.
—¿Por entonces comenzaba el llamado fridismo?
—La pasión por Frida Kahlo es un disparate. Todo empezó con la biografía escrita por una gringa seguida por un alud mediático, y ahora para el público normal ella parece más importante que Rivera, cuando en verdad Diego fue un artista más significativo. Al visitar los museos del mundo uno encuentra libros de Frida en tantos idiomas, que puede comprender ese enorme impacto comercial. Yo por mi parte creo que el mejor cuadro de Frida es un Rivera. Explicaré. Su obra titulada “Las dos Fridas” que todos hemos visto, realizada en 1939, donde una arteria une los dos corazones, no pudo haber sido pintada por Frida pues casi todos sus cuadros son de pequeño formato (basta revisar su iconografía), debido a sus limitaciones físicas: a que pintaba en la cama. Y esta excelente pieza mide 1,7 x 1,7 metros, y cuando uno conoce los espacios reducidos de su casa advierte que ese cuadro probablemente fue pintado por Diego. A mí ya me detestan las feministas y los adalides de la cultura oficial por lo cual no me atemoriza atizar una nueva polémica desde Con-Fabulación. Por otra parte Remedios Varo me parece una artista más motivante.
—Marta Traba escribió un libro en 1965 titulado Los cuatro monstruos cardinales donde lo sitúa al lado de Bacon, De Kooning y Dubuffet, representantes de una neofiguración, que trabajaba sistemáticamente al ser humano vulnerado…
—La brillante crítica argentina alentó mucho mi obra, varias veces dijo que era un dibujante incomparable y en ese libro me hizo sin duda un reconocimiento inmerecido. Ponerme a mí en ese momento de mi juventud al lado de esos tres admirables monstruos cardinales… Aún no salgo de la perplejidad.
—¿Conoció a Francis Bacon?
—Estuve en el asqueroso estudio de Bacon en Tánger, en Marruecos. Aunque ya se conocía su gloria no era tan inaccesible como lo fue posteriormente. Cuando lo saludé me dijo: “México es un país maravilloso”. Le respondí: “Claro, la obra de Henry Moore surge de nuestro Chac Mool, de Chichén Itzá, de esa maravillosa escultura que usaban nuestros ancestros para sus sacrificios”. Pero Bacon me interrumpió en forma cortante: “No me refiero a eso tan pueril, me han dicho que en su país abunda la homosexualidad, lo demás son consideraciones estéticas sin importancia”. No lo olvidaré. Había lienzos en el piso, estuve a punto de estropear un cuadro al salir y por poco meto el pie en uno de sus botes de pintura.
—Usted fue pionero en México de muchas manifestaciones controversiales de la contemporaneidad, pero al mismo tiempo es un crítico feroz del Arte Conceptual…
—Realicé el “Mural efímero” en 1967 en la Zona Rosa de la Ciudad de México, una obra hecha para durar tan solo un mes, como protesta contra los artistas que piensan que sus creaciones merecen la eternidad. Era una propuesta filosófica necesaria. El evento fue registrado por todos los medios y puede incluso verse actualmente por Internet. Luego, en el tercer aniversario de mi museo, dupliqué la Gigante de ocho metros de altura y ocho toneladas de peso que recibe a los visitantes; la hice como escultura inflable y del mismo color de la original de bronce; recuerdo que durante la ceremonia inaugural la gente miraba fascinada esa clonación artística. En esa ocasión se me ocurrió también hacer una serpiente con fotos donde aparecía realizando diversas actividades, y la extendí con el fin de que recorriera todas las salas del museo; en aquellos retratos se me veía incluso representando escenas eróticas con algunas modelos, imágenes que fueron rápidamente sustraídas por la gente. Cuando hacía un happening o una instalación, el público se apropiaba de aquellas ideas, que tenían un sentido, una fuerza estética o política. No había facilismo ni obviedad. Hoy puedo asegurar que el llamado Arte Conceptual es una estafa.
—Usted una vez afirmó que la creación artística, en su esencia, debe reñir con el poder, ¿todavía cree eso?
—El artista testimonia su paso por la Tierra y eso a veces se convierte en denuncia. Yo protesté contra la Guerra del Vietnam en forma beligerante y creo que eso tenía sentido, pero lo que hacen las nuevas generaciones, constituidas por seres engreídos y egoístas, es otra cosa. Para ellos yo soy simplemente un pintor “moderno” (es decir arcaico), mientras que los integrantes de estas vanguardias inhumanas son artistas “contemporáneos”. ¿Y qué entienden ellos por eso? Esencialmente que ser contemporáneo es no reconocer el pasado y su objetivo es realizar obras estúpidamente fáciles, que sean entendidas por todo el mundo, y que logren escandalizar a las señoras. O simplemente que diviertan a los vacíos adolescentes, lo cual es una desgracia.
Eran las siete y media de la tarde, habíamos conversado durante más de tres horas, y entonces presenciamos la aparición del conductor enviado por su esposa Beatriz. Entendimos el signo radical. Intercambiamos algunos catálogos de sus últimas exposiciones por nuestros libros y después de los mutuos autógrafos nos aprestamos para despedirnos.
Caminamos por callecitas sombrías de San Ángel hasta llegar al Paseo y posteriormente a la escultura Los Siameses; ya comenzaba el crepúsculo. Sentimos la urgencia de un tequila e intentábamos sin suerte parar un taxi, hasta que después de algunos minutos uno se detuvo. Nos subimos. Hablábamos con hilaridad y reconstruíamos fragmentos de la entrevista. Cuadras más adelante, detenidos por un semáforo en rojo, el conductor se volteó para mirar los libros del artista que hojeábamos sin cesar.
—¿Vienen de la casa de Cuevas? —preguntó.
(México D.F., octubre 26 de 2012)