El sábado 24 de noviembre Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina realizarán en el Coliseo El Campín de Bogotá su concierto “Dos pájaros contraatacan”, que contiene canciones de La Orquesta del Titanic, el álbum que hace poco grabaron a cuatro manos y dos voces los cantautores españoles. La siguiente crónica, profunda evocación del Serrat trovador, pertenece al libro en preparación La ciudad del poeta de Carlos Fajardo.
Por Carlos Fajardo Fajardo*
En la Casa número 95 de la Calle del Poeta Cabanyes hay una placa de mármol cuyas letras ofrecen al paseante un homenaje al cantor, un cálido saludo al juglar. Aquí me he detenido a leer aquellas palabras en catalán dedicadas al poeta de este barrio de Poble-Sec: “En aquesta casa va néixer el dia 27 del XII del 1943, el Cantautor Joan Manuel Serrat”.
Para conservar este instante irrepetible, he posado al lado de la placa, realizando un ritual de agradecimiento a este cantor poeta que viaja en mi sangre desde que lo conocí en mi barrio de infancia, allá en la tierra solar. Fue en el verano del 69. Recuerdo que Serrat llegó a casa convertido en disco de acetato y nos hechizó desde el primer asombro, desde sus primeros tonos. Entonces, de inmediato, acompañó nuestra adolescencia de barriada con esas canciones que hablaban de amores posibles e imposibles, de poemas escritos en la playa a un cuerpo ardiente lleno de deseo, de chicas fugadas de casa, apresuradas en el amor antes de que dieran las diez en el reloj patriarcal; de gaviotas, juegos y soledades en una arena infantil; de titiriteros viajando con nosotros de feria en feria con su carga de versos por las aldeas de España; baladas de un otoño lluvioso y melancólico y de una mujer cuyo nombre, con sabor a yerba, nos hacía más próxima la piel, más corto el camino, nos impulsaba a cerrar las puertas como locos y salir a buscarla bajo lunas. Sí, en aquel acetato empolvado escuchamos nuestros anhelos, la alegría de saber que no estábamos solos en el trasegar del mundo.
Ahora, en esta bella y antigua ciudad, deseo encontrarlo para recordar con él esos días aciagos, soñadores, duros y trágicos de una torpe y solitaria adolescencia. Contarle que fue en 1970 cuando llegó de nuevo a casa vestido de poeta republicano. Entonces, gracias a él, Don Antonio Machado se nos hizo más familiar, se convirtió en un cómplice, un poderoso camarada. La voz de este muchacho catalán nos invitaba a internarnos en un patio de Sevilla, donde la infancia de Don Antonio tuvo olor a limonero; nos llevaba del brazo a recorrer los Campos de Castilla por el ancho Duero, con sus olmos centenarios, saetas y peteneras guitarras; nos convidaba a sentir la trágica caída de un sueño español, el desplome de una utopía histórica. Con Serrat fortalecimos las ideas solidarias y comunitarias; fue uno de nuestros maestros en esa provinciana educación sentimental que nuestro país ofrecía, un país que desaparecía el juvenil entusiasmo de transformación, convirtiéndonos en espectros sociales, fugaces espejismos. Eso éramos en aquellos duros años. Las canciones de Joan Manuel contribuían a que el vacío fuera menos profundo, el abismo nada tenebroso, la vida más utópica.
Frente a su casa natal en la Carrer del Poeta preromántic Cabanyes, después de recorrer una Barcelona mediterránea de luz y de penumbra, se me hace más patético mi adolescente afán generacional de los años setenta, cuando esperaba impaciente que este juglar callejero trajera un nuevo acetato ese barrio de casas blancas para deleitarnos en medio del fútbol, la soledad y las muchachas. Y allí lo encontramos. Corría el año 1972. Una tarde entró la poesía sigilosa a la sala de casa. De su mano venía aferrado un poeta que escasamente habíamos escuchado. Llegaba con olor a cabra, a pastor, a guerra, a trinchera y dolor. Tenía el amor en el vientre, en su tierra, en los labios. Con sus tres heridas permanentes entró para nunca más salir de nuestra casa. Miguel Hernández, en esa obra maestra Serratiana, nos acompañó toda la vida. El romancillo de mayo y Orihuela, el manotazo tierno y duro de su elegía, sus nostálgicas nanas, el alma color de olivo del niño yuntero y el árbol carnal, generoso, siempre vivo de la libertad, están hoy conmigo en esta soledad de extranjero en la bárbara y hermosa Barcelona.
He pasado noches pensando en las conmovedoras canciones de este Serrat poeta. Tanto le debemos, tanto le hemos aprendido. En 1972 Pueblo Blanco deslumbró nuestros espíritus como un presagio de lo que entonces éramos, y ese mismo año levantamos las copas por un tal Tío Alberto que se nos volvió un ícono de vitalidad y de suerte, enamorado a los cincuenta de una piel dulce y joven de tan solo veinte años. ¡Cómo la cantamos ahora, cómo la cantamos!
Recorriendo el paseo marítimo, frente a este mar azul y milenario, no puedo sino alzar mi voz para recordar aquel himno a toda esta inmensidad histórica, a estos siglos y siglos de cultura, sangre, poesía y batallas, a este Mediterráneo donde Serrat afirmó un día haber nacido, ser de aquí con orgullo catalán, un tubérculo de esta tierra con ancestrales razas y míticas muertes. He cantado esa canción ante el Mare Nostrum de los romanos tal como la canté en una esquina de mi barrio, con guitarra, amigos y futuras incumplidas promesas. Cuando vuelvo a los recuerdos de mi adolescencia, veo a las chicas asustadas ante la canción que elogiaba a una mujer que no tenía necesidad de aguas benditas, ni de rezos ni camándulas; a una mujer hembra al fin, libre para los juegos del placer, hembra para el deseo total, piel de manzana que en los brazos fructifica.
Eso fue Serrat para nosotros, eso es Serrat aún para toda generación libertaria.
Oh Barcelona, tanto mirarte me ha quemado los ojos. Soy Acteón ante su Diosa, petrificado y nómada a la vez. Allí están las Ramblas, más adelante el hechizo de Gaudí con su exuberante casa La Pedrera en el Paseo de Gracia, el poético barroco parque Güell y el eterno e inacabado templo. Allí están Miró y Picasso contemplando desde sus casas en las colinas la vieja Barcelona y está el mar azul de principios de invierno. Serrat vive en las empinadas calles donde una madre cuida el himen de la muchacha que se ha enamorado del soñador loco de la esquina, y donde aún se oyen los acordes de su canción Fiesta, con las banderas de papel guindando en los balcones.
En ese gran corredor de Barcelona que son las Ramblas, al lado del Barrio Gótico, de callecitas estrechas y calles casi medievales donde cualquier cosa puede suceder, escuché tus canciones Joan Manuel, las sentí grávidas, vívidas, permanentes. Esas canciones que son una Babel se posan en mi oído, caracol que oye aquel rumor desde su orilla suramericana. Ahora me arañan tu mar y tus soles, tu permanente vagabundear, aquellas pequeñas y simples cosas, tus múltiples voces. Si alguna vez te quisimos fue porque contigo acompañamos los días terribles, nuestras derrotadas esperanzas.
Desde tu casa natal observo la aristocracia del barrio tal como la viste en la década del setenta: tahúres, supersticiosos, charlatanes, orgullosos, rondando las aceras, el bar y la bolera, tomando el sol en las esquinas. Al atardecer, conversas solitario con la noche y con el viento buscando siempre nuevas preguntas. Era tu disco de 1975, que llegó como un rayo a mi barrio de tan pocos años, con su perro malasangre y la chica más linda de la cuadra mostrando, para deseo de todos, su exquisita piel de manzana. Ah Serrat, cómo anhelamos aquella piel, aquella boca roja de muchacha, devorada ahora por el tiempo, el fuerte tiempo que se llevó nuestra adolescencia sentimental, terrible y tierna. Aquí en Poble-Sec he visto también desfilar a la más bella historia de amor que alguien pueda imaginar: Lucía transita como un sueño, nos estremece desde el sueño. En esta calle, sobre el lomo de un imaginado mar, has puesto barcos de papel que toda mi generación sintió como suyos. Sí, yo canté esos versos, largos como un viaje, prolongados hacia una inexistente Ítaca, donde nadie llega, pero que nos hace deambular deseándola.
En los siguientes años Joan Manuel todo fue partida, lejanía, adioses, despedidas. Otras calles, otros asuntos, otras bocas y cuerpos nos asaltaron, nos hicieron hombres. Diferentes ciudades atravesaron nuestro asombro. Tus nuevas canciones llegaron a las nuevas casas y también como siempre se quedaron acompañando la soledad, la desesperación de los caminos. De tránsito en tránsito como ciudadanos anónimos y desterrados, con tu canción a los piratas y aquella para despertar a una paloma morena de tres primaveras; junto a tus malas compañías y al lado de nuestros locos bajitos; con tus versos de nostalgia a la niñez, o esperando contigo la muerte desde algún irónico huerto; haciendo sombras chinas y sufriendo en secreto con la madre de la futura princesa, fuiste, eres y seguirás siendo nuestro confidente, nuestro camarada, nuestro cómplice.
Dejo tu calle, compañero del alma, tu casa y tu conmemorativa placa y me voy a caminar otros lugares, otras esquinas. Quizás en alguna de ellas te encuentre. De todos modos ya estás en mí, en toda mi gente, en mi ciudad suramericana que crece como los ogros antiguos; en mi barrio de casas blancas, sonoro, triste y lejano, muy lejano.
*Poeta, ensayista y catedrático colombiano