Andrés Neuman en Colombia - Festival de Literatura de Bogotá



Invitado al Festival de Literatura de Bogotá, organizado por la Fundación Fahrenheit 451, el escritor argentino radicado en Granada (España) Andrés Neuman, Premio Alfaguara, premio Tormenta y premio de la Crítica por su novela El viajero del siglo (2009) y autor de los poemarios: Métodos de la noche, El jugador de billar y El tobogán, entre otros, se presentará en Bogotá el Jueves 1 de noviembre en la Biblioteca Los Fundadores del Gimnasio Moderno (Carrera 9 # 74 – 99) a las 6:00 p.m. y en la Noche de Muertos en Galería Café Libro (Cra. 11 A No 93 – 42) a las 8:00 p.m. donde será acompañado por 15 poetas colombianos que le estarán dedicando poemas a la muerte; evento que culminará con un concierto en homenaje a Chavela Vargas a cargo de la artista colombo-japonesa Nobara Hayakawa.
El Viernes 2 de noviembre, Andrés Neuman realizará un conversatorio sobre la narrativa en América en el Centro Cultural Gabriel García Márquez (Calle 11 No. 5 - 60) a las 5:30 p.m, acompañado del escritor haitiano Gary Klang y de Javier Osuna.
A continuación la entrevista realizada por los integrantes de la Fundación Fahrenheit al narrador y poeta argentino.

 A los 35 años usted ha escrito: 5 novelas, 4 libros de cuentos, varios de poesía y 2 de no ficción (aforismos y pensamientos). Lejos de un ejercicio de humildad es evidente que escribe… mucho, y bien. ¿Ha sido difícil continuar con ese ritmo de trabajo que inició en el 98?
Pienso que escribir un rato todos los días nos impone precisamente un ejercicio de humildad: encontrarnos a diario con nuestras dudas, miedos, limitaciones. Cuando uno no está escribiendo, puede engañarse imaginando que lo haría genialmente. Pero la acción es implacable: nos devuelve al esfuerzo diario. La cantidad de una obra me parece anecdótica. Lo relevante es la calidad, la tensión, el tono. En eso parece haber modelos opuestos. En un extremo estarían Goethe, Juan Ramón Jiménez o Borges, cuyas obras completas ocupan numerosos tomos, y en el otro extremo estarían Novalis, Gil de Biedma o Rulfo, cuyos legados se resumen en un pequeño volumen. Para mí no tiene nada que ver con un reclamo exterior ni mucho menos con una necesidad económica, pues hay formas infinitamente más cómodas o rápidas de ganar dinero que intentar escribir un libro. Se trata más bien de una necesidad íntima, de un ritmo interior. Aunque parezca raro, muchos escritores no necesitan escribir. Yo, si no lo hago, me muero.

Su última novela, Hablar solos, comienza con un tema recurrente en muchos de sus libros: el viaje. En este caso son un padre y un hijo que recorren la carretera alejándose entre sí y acercándose a su destino, a su regreso, abriendo una pregunta, ¿cuál distancia es más fácil de franquear, la que deparan los lugares o la que hay entre las personas?
Quizá buena parte de mis libros intenten eso: acercarse a la idea del viaje desde distintos ángulos. El viaje como aventura, como emigración, como memoria, como frontera… En el caso de Hablar solos, el viaje se bifurcaría en una doble propuesta. Se cuenta un viaje iniciático padre-hijo, que se lleva a cabo en una situación dramática para el padre. Y, en paralelo, se narra la aventura de la madre y esposa, que en vez de quedarse esperándolos como Penélope, se embarca por su cuenta en otro viaje que mezcla sexo y muerte. Las voces de los personajes se cruzan a la desesperada. Y, como bien dices, de alguna forma se dan cuenta de que encontrar un interlocutor es mucho más difícil que encontrar un lugar.

Hablando solo se dice mucho, pero poco que se comparte, sobre todo desde soledades tan distintas como la de un hombre que agoniza (Mario), la de una mujer que se enfrenta al paso del tiempo en su cuerpo y en sus deseos (Elena) y la de un niño que se hace grande (Lito), ¿qué dice más de ellos, sus voces solitarias o sus silencios acompañados?
Eso es muy importante también: el silencio de una voz. Cuando construyes un personaje, resulta necesario decidir qué callan, qué no ven o qué malinterpretan. Hace falta meterse en su punto de vista, que incluye puntos ciegos. Me gusta tu idea de las soledades distintas. A lo mejor leer o escribir sea eso: ponerle matices a nuestra soledad.

La enfermedad, la muerte y la degradación del cuerpo son uno de los temas centrales de su última novela. A algunos personajes los aqueja y a otros los enajena e, incluso, excita. ¿Hay placer, belleza incluso, en la degradación del cuerpo?
Después de la experiencia de cuidar a mi madre enferma, que fue muy dolorosa para mí, empezó a interesarme el conflicto de cómo una vivencia así cambia nuestra mirada del cuerpo propio y ajeno. Por un lado, sentimos que el miedo y la tristeza nos paralizan. Que enfermamos con el ser querido. Pero, por otro lado, el deseo trata de defenderse aferrándose al placer. A cualquier placer. En ese momento crítico, el personaje de Elena se encuentra con alguien, un amante inesperado y también muy inapropiado, que la hace sentir que sus imperfecciones físicas, sus excesos, su carne corriente, están llenos de salud. Eso quizá la salva. En ese sentido, Hablar solos sería una novela sobre los cuidadores, más que sobre los enfermos. Sobre cómo sobrevivimos a la pérdida.

Usted dice, en Cómo viajar sin ver, que escribe para viajar, sus personajes escriben al viajar y muchos viajamos para escribir, ¿cómo se puede describir la relación en la antípoda escritura-viaje o no hay tal sino una identidad? ¿Dónde acaba el viaje, en el regreso, en el punto de no retorno de la muerte, al final de la página escrita o donde un nuevo destino nos interpela?
Desde el principio de los tiempos, viaje y literatura han venido dialogando de forma indefinida. Supongo que se debe a que ambos son vías de transformación individual, de modificación del punto de vista. Hay viajes épicos, viajes inmóviles, viajes imaginados, viajes sin retorno. En todo caso, viajar es mucho más que trasladarse: me parece más bien una actitud de vida. Una predisposición a explorar el entorno. Y para eso, como bien nos contó Xavier de Maistre, no hace falta salir de nuestra habitación. ¿Cuándo se acaba el viaje? Mientras alguien tenga memoria de algo, tal cosa no me parece posible.

Su novela El viajero del siglo (Premio Alfaguara 2009) se desarrolla en una pequeña ciudad imaginaria ubicada en la Alemania post-napoleónica (Wandernburgo). ¿De dónde surgió esta elección por una época histórica determinada?, ¿podría decirnos por qué las calles cambian de lugar permanentemente.
La intención no era recrear Alemania como país, sino buscar una metáfora más general de Europa o de Occidente, tal como lo entendemos desde la Revolución Francesa. Para eso me pareció más apropiado inventar una ciudad, Wandernburgo, que fuese una especie de Frankenstein de muchas otras ciudades visitas, soñadas o leídas. Por eso la ciudad se mueve: porque no se sabe muy bien dónde está. La elección de la época tiene que ver con un doble deseo. Por un lado, homenajear la maravillosa tradición de las novelas del siglo 19, reescribiéndola desde nuestro lenguaje actual. Por otro lado, de niño yo escuchaba con frecuencia las canciones de Schubert que mis padres amaban. Muchos años después, tuve la tentación de inventar una historia que diese vida a algunos de los personajes que aparecen en esas canciones, sobre todo en el Viaje de invierno. Así que traté de tomar como referencia aproximada la época en que fue compuesta aquella hermosa música.

Cada vez que el personaje enmascarado de su novela El viajero del siglo ataca a su próxima víctima, la narración se produce entrecortada con descripciones de acciones que ocurren simultáneamente en lugares diferentes. Me permito preguntarle por esa faceta del mal que permanece oculta cuando no hay testigos. Cree como Camus que ¿”solo existen los muertos que podemos ver”?
En el más discreto de los casos, el mal se oculta para actuar sin testigos. Pero también, en muchas ocasiones, se despliega impunemente a la vista de todos. Y entonces todos nos convertimos en sus cómplices. Por supuesto, “el mal” quiere decir nuestro mal. Nuestra propia capacidad de ejercerlo.

Los enamorados de El viajero del siglo se comunican a través de cartas, ese recurso narrativo nos permite sentir cómo evoluciona su relación de desconocidos a amantes palabra a palabra. ¿Eligió como autor darle tanta trascendencia a la carta dentro de la narración de la novela o se lo exigieron sus personajes?
Qué interesante pregunta, nunca me la había planteado. El viajero del siglo tiene algo de suma de distintas clases de novela, como una especie de zapping subgenérico: novela de tesis, novela gótica, novela sentimental, novela erótica, novela policial, novela epistolar… En ese sentido, las cartas abrían para el libro un horizonte más. Pero quizá sea cierto que, aparte de eso, fueron los personajes los que empezaron a cartearse entre ellos más de lo previsto, sin siquiera consultarme. Espero que se hayan divertido.

Existe un amplio cuerpo de fragmentos de varios autores que se citan a lo largo de su obra, todos estos textos fueron traducidos directamente por usted del original o mediante lenguas puente. ¿De dónde proviene su gusto por la traducción?
Traducir es el único modo de leer y escribir al mismo tiempo. En ese sentido, me parece la forma más perfecta de felicidad literaria. Por eso, en las últimas novelas, siempre me busco algún pretexto para incluir breves traducciones en la historia. Traducir nos enseña además a distanciarnos de la propia lengua materna, de tomar conciencia de su extrañeza interna. Creo que esa sensación se parece bastante a la de la poesía.

¿La distancia que hay entre culturas?, ¿compartir una lengua crea posibilidades para saldar esa distancia o la aumenta?
Ambas cosas, por supuesto: toda traducción trata de cubrir una distancia, y a la vez la enfatiza. Un puente es un milagro que asume su fracaso, ¿no?

Quien haga un viaje a lo largo de su obra podría preguntarse: ¿dónde se siente más cómodo Andrés Neuman, en la poesía o en la narrativa? ¿Se considera más poeta que narrador o viceversa? ¿Le importa la distinción?
Me importan las palabras, a las cuales sospecho que les importan poco los géneros literarios. ¿Dónde me siento más cómodo? Quizás en la incomodidad de desplazarme de una forma a otra. Rubén Darío escribió célebremente: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”. ¡Pero qué placentera es esa persecución!