Cajambre o la herida del tiempo que no cesa de sangrar




Cajambre de Armando Romero
175 páginas. Ediciones B, 2012.


Por Miguel Ángel Bernal Barreto

Premiada por el ayuntamiento del Siero en España como la mejor novela corta dentro de su convocatoria 2011, comienza a circular en Ediciones B, Cajambre, texto del autor colombiano Armando Romero.
Si a muchos de los escritores nacionales suele pasarles que siempre les hacen falta los cinco centavos para el peso, o no tienen qué decir pero escriben correctísimamente, o por el contrario se les endilga su poco conocimiento de la literatura y su propensión a caer en el síndrome de Adán sintiéndose el punto cero de la escritura, todos estos y otros males endémicos del gremio, están salvados con el maestro Armando Romero, tal vez uno de nuestros pocos creadores que conjugan simultáneamente el “duende” artístico y una formación académica sólida.
Amén de su coherencia ética, el autor prosigue con una búsqueda vital de la literatura, pues como Ulises, aunque tiene claro el lugar de su Ítaca, se lanzó a recorrer el mundo para ir a apropiándose de todos sus sabores y colores. Romero no nació para turista, es un habitante integral del sitio donde se encuentre, ya sea en Europa, Norteamérica o Asia. Con esta última novela, nos parece entonces que logra configurar esa Ítaca de la memoria y la raíz de su propia vida.
“¿Y cuál es su gracia?”
Con esta expresión que se usa en el texto y para ir adentrándonos en su universo, digamos que Cajambre es una novela escrita por un poeta, novelista y académico nacido en Cali en 1944 y cuyo reconocimiento es “muy significativo” en palabras del propio autor, por tratarse de un Premio que proviene de un instancia al margen de la industria cultural y sus mangualas.
Ahora bien, la historia, un verdadera crónica de viaje, parte del hecho real de la visita de Romero a los aserríos de sus tíos en la cuenca del río Cajambre, en el actual departamento del Valle del Cauca y a quienes efectivamente dedica el libro.
El paisaje, las personas (Blancos paisas, negros, “culimochos”, mulatos), nos va adentrando en sus relaciones económicas, afectivas y conflictivas en sus mundos simbólicos, creencias, supersticiones, costumbres, ritos, platos típicos… y abundantes licores, sobre todo aguardiente, biche (aguardiente más joven), al parecer una de las formas más usuales de sus habitantes a fin de ayudarse a soportar la presión de vivir en esta selva tropical lluviosa e infestada de ejércitos de bichos. Así la forma lógica de todos los habitantes era estar borracho o por lo menos entonadito. Porque que Cajambrebeben todos los personajes.
Quiero resaltar el hecho singular que recoge la anécdota vital del autor en su viaje de juventud a la zona junto con la escritura de la novela, pues avanzado el texto aparece el siguiente dialogo:

—Este muchacho es escritor y algún día va a escribir un libro sobre esto.
—Espero que yo quede bien allí, don Arsenio.
—Sí, de seguro que te va a recordar con mucho cariño (pág. 124).

Y efectivamente la novela Cajambre parece ser una deuda que el autor tenía consigo mismo, con su propia historia y con su sangre. Romero como profundo y riguroso creador que es, (afortunadamente su fugaz paso por el nadaísmo no alcanzó a perjudicarlo), sabe a ciencia cierta el terreno que pisa en la tradición de la novela sur colombiana. Son evidentes las huellas de las técnicas descriptivas de los cronistas de Indias, de la novelas caucanas del siglo XIX, como El alférez real de Eustaquio Palacios, la emblemática María de Jorge Isaac y un poco más adelante, el precedente como novela de aventura y violencia de La Vorágine de José Eustasio Rivera, por solo mencionar algunas de las obras significativas del canon nacional, porque del internacional corren muchas sangres literarias. En su pluma saltan a la vista el sentido local de la Comala de Rulfo y sus juegos con la muerte, pero también se sienten algunas remembranzas de Carpentier, específicamente en relación con el famoso cuento “El viaje a la semilla” que es una suerte de Benjamin Button, barroco: con esa obsesión por el tiempo, trátese ya sea de la metáfora del río y el hecho de remontarlo hasta el origen, o el deseo de restablecer un fragmento de nuestras vidas ya perdido.
En Cajambre el autor nos plantea una gran historia que jalona un sinnúmero de microhistorias, que van conformando el collage del texto. El macro-relato, me excuso por usar esta terminología pero usémosla, es el siguiente: Una joven negra de nombre Ruperta quien concentra el sumun de la sensualidad y belleza de su raza, es muerta de un balazo en la cabeza. ¿Quién mató a Ruperta?, ¿quién era realmente esta mujer?, ¿cuáles son la razones de sus muerte? El responder estos interrogantes serán los hilos conductores de la novela, que cinematográficamente comienza por el final, lo demás es ir desenredando la madeja de hechos e información, con el agravante que esta muerte de Ruperta altera el clima social de los habitantes del pueblo, pues se genera una polarización entre los hombres que la frecuentaban –que eran muchos- y su presunto asesino: Horacio Fleming, quien a la vez resulta estar profundamente enamorado de ella. Hasta aquí está montada la trama de una novela policiaca, pero Romero, da rienda suelta a su faceta de cronista a través del joven narrador, obviamente su alter ego, y va construyendo esa suerte de tapiz etnográfico, de historias de vida, de costumbres exóticas como el del intercambio de parejas entre los poblados negros hechos a través de los acuerdos logrados por unos personajes muy comunicativos: lexicográficos, ya que el sinnúmero de palabras referentes al mundo animal (cursillo de entomología), botánico, gastronómico y demás, hacen de la novela un verdadero manual para viajeros al sur de nuestra Colombia.
De otro lado el plano personal está guiado por la fuerte presencia de su tío Segundo, una suerte de anarco-organizado, quien marcará la vertiente ideológica y crítica del texto, frente a ese mundo colonizador en que se encuentra anclado Cajambre. Es anarco por su actitud asistemática, su defensa de la libertad y su forma de vida independiente. Y lo de organizado tiene que ver con que es el que tiene en orden los manejos financieros de los aserríos de Elodia, su hermana, y su esposo Arcesio, los poderosos del lugar. Y por el otro lado tiene una poltrona que da a la desembocadura del río, en la que todos los días contempla el atardecer. Además de su historia de amor prohibido con la mujer del socio de ellos Darío Rendón y quien atiende el comisariato (el almacén que provee la comida), Dabaibe, la ‘Nena’ o ‘Nunca’ o ‘Siempre’, múltiples nombres para una mujer singular, enigmática y ávida de deseo.
Lo interesante es que la macro historia del crimen de Ruperta nos instala en un tiempo mítico que va a girar en el cumplimiento cabal del ritual: Velorio, entierro y novenario. Y es interesante este nivel del tiempo porque es un tiempo que aunque tiene muchas acciones, está detenido. Toda la comunidad se moverá en la consumación de estos pasos. Se encontrarán visiones del mundo, como la cristina católica con el Cura Jiménez y su misa; y Secundino y su hija con sus rezos e invocaciones: Personajes todos pendientes de salvar el alma o la sombra de Ruperta, pues al no saberse con claridad quien es el responsable de su muerte peligra que su alma se quede penando entre las selva, persiguiendo a los hombres que tanto la persiguieron en vida y convertida en un Tunda, muy similar a la sombrerona o la patasola, arquetipos de espantos dentro de la imaginería local de algunos pueblos colombianos.
Es fundamental resaltar el componente político del texto, pues para nadie es un secreto que esta región ha sido portadora de paradojas tales como la de haber tenido grandes yacimientos de oro y a su vez poseer la población más pobre del país. Igual sucede con la industria maderera que sustituyó a la anterior y demás recursos naturales que descaradamente han servido para engordar los bolsillos de los “paisas” (los blancos en general, y en particular los antioqueños), los “patrones” e intermediarios, mientras los negros son condenados a vivir al debe.

—“¿Y ustedes qué quieren?
—Pues que nos paguen más por las trozas y por la tierra.
—¿Por la tierra?
—Sí, porque llevamos toda la vida aquí y esto es nuestro.
Más sorprendido estaba Arsecio ahora. La tierra siempre fue propiedad de nadie.
—La tierra es libre –les dijo.
—No. Pues ahora no tenemos derecho, don Arsecio –dijo Evelio. (pág. 127).

El problema es y sigue siendo la tierra. Cronológicamente la obra se ubica en la década de los años 60. Con la fiebre revolucionaria coronada por la Revolución Cubana y con todo lo que implicaron estos “Años maravillosos” a nivel mundial.
 El maestro Armando Romero, pone entonces con este trabajo el dedo en la llaga desenmascarando el fracaso del paradigma del progreso capitalista, de la falta de solidaridad y del robo descarado por parte de los colonizadores blancos contra los negros. En este sentido nos lleva sutilmente a descubrir que el personaje de Ruperta amén de hermosa y provocadora y “buen polvo”, era una agitadora política que en su carácter de pianguera (recolectora de pianguas, moluscos comestibles como ostras), buscará organizar su gremio en defensa de reivindicar sus derechos y así evitar el robo y la explotación de que son víctimas las mujeres. La enviste entonces de la aureola de una revolucionaria. A su vez, el hombre que ella verdaderamente ama y con quien tiene planes, Cosio Valencia (este es un chiste del autor), es también un agitador político que viene organizando a los negros para que reclamen la posesión de la tierra y su dominio. No más el cuentico “que esta tierra no es de nadie”. Que permitía que fuera de los blancos. Se trataba de organizar a los palenques como unidades productivas y en eso estaba metido hasta el cura Jiménez. Era la década mítica donde todo era posible, hasta los curas revolucionarios.
No puede faltar la mención a la otra historia conjunta en el libro: una historia de amor: la del señorito blanco, el narrador y Mar, la joven promesa científica “musa bacteriológica” (estudiante que adelanta un investigación sobre los parásitos de los manglares), historia que se irá construyendo poco a poco por entre la maleza, las lanchas, los insectos, y el día a día de las nueve noches por el alma (o la sombra) de la negra Ruperta. Esta relación tiene un matiz más ‘espiritualizado”, muy cercano a la atmósfera de los amores de María y Efraín, pues como cosa curiosa de Ruperta se dice que “le gustaba culear bastante, pero solo con los que quería” (pág. 131). Cuando el sobrino consuma su deseo con Mar escribe: “Mar se tiró en la arena, y yo ascendí al altar de su cuerpo” (pag 158).
Para decirlo claramente aunque el narrador observe con ojos ávidos el mundo de Cajambre y trate de abarcarlo en todos sus dimensiones y se solidarice con sus goces y tragedias, la suya sigue siendo la mirada del blanco que sintiendo ese ademán de superioridad y, esto es también un mérito del autor, lo neutraliza en la construcción cabal de sus personajes. Aunque nos diga en una suerte de entrevista al Tío Arscecio propietario de los aserríos y quien maneja los hilos de las vidas de los habitantes de Cajambre:

—¿Qué es lo que más lo toca, lo impresiona de esta vida acá, tío? –le pregunté.
—Que uno se va volviendo negro –respondió
—¿Cómo así?
—Los negros no son lo que son aquí por ser negros. No, es Cajambre la que los hace negros. Si vivieran en Bogotá no serían negros. No es cuestión de piel, es un problema de ser, de lo que se es.
—Y entonces , ¿qué es ser negro?
—Estar aquí. (págs. 110-111)

Finalmente concluimos con la gran pregunta: ¿Quién mató a Ruperta? Y tal vez para conciliarnos con esta lectura nos respondemos: A Ruperta la mató la noche. La mala noche de los blancos.